¡Ay! Días que, no se sabe cómo, se van
de los dedos[,] de las manos y los pies,
del cuerpo entero se van sin dejar rostros,
sin dejar huellas, sin dejar recuerdos
que los aten a la memoria, como globos
escapados que se pierden para siempre
dejando al niño triste que somos en la feria
con los puñitos limando lágrimas sin llorar
por miedo al enfado del viejo ogro, nuestro padre,
que se avergüenza de haber cedido al capricho
del niñito perretoso: “otro día más, papá,
concédeme otro día más”.
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