Un experto en técnicas de caza de
dragones discutía con otro experto, esta vez en técnicas de caza de
unicornios. Aunque el experto en cazar dragones se enorgullecía de
sus conocimientos acerca de cómo evitar las quemaduras, y se burlaba
del otro cuyo mayor peligro consistía, según él, en ser ensartado
por un cuerno fácilmente evitable, este otro no se dejaba humillar y
replicaba que no debía ser demasiado complicado atrapar a un animal
tan pesado y de difícil movimiento, mientras que el escurridizo
unicornio requería emplear técnica mucho más sutiles.
Andaban ambos por la playa
completamente inmersos en estas profundas discusiones cuando
observaron a lo lejos la figura de un niño que jugaba en la arena.
Al aproximarse, comprobaron que el niño se ocupaba en acarrear,
incansablemente, cubos de agua desde la orilla del mar hasta un
agujero que había practicado en la arena, en cuyo seno lo vertía.
Interesados en esta labor, estuvieron contemplándolo durante largo
rato, sin que el niño les prestara mayor atención. Transcurrido un
tiempo uno de los hombres se atrevió a preguntarle al chico cual era
su propósito con aquella interminable actividad, a lo que el niño
respondió que pretendía vaciar completamente el mar en aquel hoyo.
Ambos hombres se miraron intrigados.
Contemplaron largamente el mar y la actividad que el muchacho,
indiferente a ellos, había reanudado. No necesitaron intercambiar
palabras, pues en los ojos de ambos se reflejó de inmediato la
humillación que aquel niño les infligía sobre su sobrevalorado
orgullo. Ambos se retiraron discretamente dejando al muchacho
enfrascado en su tarea.
Instantes más tarde, ambos regresaron
portando un cubo. En los ojos de cada uno se mostraba una velada
admiración por el otro, que había sabido reconocer en el ejemplo de
aquel inocente muchacho una magistral lección de humildad.
A mí lo que me parece todo esto es una broma.
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