martes, 27 de agosto de 2013

Belchite

No puedo recordar nada de Cariñena, pero no íbamos allí, sino a Belchite, pueblo que tiene en su nombre remembranzas de la Guerra Civil y de la otra, la II Guerra Mundial, por un tanque que entró, dicen –Cantata del exilio, Antonio Resines, 1978, CD –el primero en París después de su liberación,  y que iba cargado de españoles. Camino de Belchite, pues, llegamos a Fuendetodos, aldea natal de Francisco de Goya y Lucientes. Y ya que estábamos allí visitamos el museo de su nombre –unas cuantas series de grabados –y su casa natal. Por el mismo precio conocimos mínimamente la obra y existencia de John Berger, que experimentó por aquellos alrededores con las distintas técnicas de grabado, y que según interné es un excelente crítico de arte además de un magnífico novelista.
Desde Fuendetodos había una ruta a pie dirigiéndose a unos “restos de la guerra civil española”, pero como íbamos en coche no la seguimos. Y continuamos hacia Belchite. Un pueblo achaparrado. Su edificio más alto y más desproporcionado es la iglesia.
 Belchite fue un pueblo arrasado por la guerra. Hasta tal punto fue arrasado que se decidió abandonar las ruinas del pueblo antiguo y levantar un pueblo nuevo. De ahí, supongo, esa desproporcionada iglesia izada como homenaje a los caídos en la Sacrosanta Cruzada, y que las ruinas fueran conservadas tal cual supongo que querría recordar la Barbarie Roja de la que afortunadamente fuimos salvados por el glorioso alzamiento. (Belchite opuso una heroica resistencia al avance republicano sobre la ciudad de Zaragoza)  Leo ahora, porque yo siempre me documento después y no antes de los viajes, que el ayuntamiento de Bechite tiene organizadas las visitas a las ruinas a unos horarios establecidos y previa contratación vía interné. Es una decisión reciente debido al escaso civismo de los visitantes dejados a su libre albedrío.
Llegamos a una mala hora, la de la siesta, y todo estaba bastante muerto. Pudimos tomarnos una cerveza en un bar a la entrada del pueblo, que daba un poco de grima por su aspecto de lupanar. Luego resultó un lugar de lo más acogedor. Cuando nos adentramos por el pueblo ya percibimos una cafetería más corriente también abierta. Y sentada como única cliente a una muchachita muy blanca, muy rubia, muy sola y muy enigmática que desapareció en la siguiente vuelta que dimos por allí después de rodear la iglesia. Ya digo, en el pueblo no había mucho que ver y regresamos al coche. En lugar de salir por donde entramos, continué pueblo adentro hasta rodearlo, y poco antes de salir a la carretera general vimos a la rubia de nuevo, sentada a la sombra, tal vez esperando el autobús, igualmente blanca, igualmente sola, igualmente enigmática su sonrisa. Algún efecto extraño debido al calor, al cansancio del turista o al deslumbre que me provocaba la rubia me hizo creer que, pese a que estaba sentada a la sombra, proyectaba un perfil luminoso en la pared tras ella. No sé por qué le dije a la gorda: “gorda, creo que he visto a la muerte”. Regresamos a Cariñena donde buscamos algún lugar donde comer algo y luego nos volvimos a Calatayud. Pero poco antes de llegar recordé la visión de una iglesia en lo alto de un pueblo presidiéndolo y vigilando su moral de un solo vistazo y se me apeteció pararme a visitarla. El pueblo era Villalba del Perejil y para aparcar hice una mala maniobra, lo que pudo haber provocado un triste suceso, un numerito más en las estadísticas de accidentes de tráfico durante las vacaciones. Una vez aparcado y tranquilizado le volví a comentar  a la gorda. “¿Te acuerdas que te dije que había visto a la muerte?”

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