Estuve caminando horas hasta que me derrumbé. Cuando desperté estaba en la cama de un hospital atendido por una preciosísima enfermera y vigilado por un viejo policía de aspecto anticuado desde la puerta. La enfermera le hizo un gesto y el policía se acercó.
-Buenas tardes.
-¿Ya es por la tarde?
-Desde hace un rato. ¿Sabe usted su nombre?
-Bueno, déjeme ver, creo que mi nombre es Riforfo. Riforfo Rex, exactamente.
-¿Tiene dirección estable?
-Sí, creo que sí, vivo en la calle tal, el número tal, que está en el barrio tal.
-¿Y dónde está ese barrio, lo recuerda?
-Aquí, claro.
-¿Y aquí exactamente es...?
-Las Palmas de Gran Canaria. ¿O no?
-Sí, eso es exactamente. Quería asegurarme de que estaba completamente consciente. ¿Qué les ha pasado a sus manos?
Y me miré los muñones envueltos en unas vendas blanquísimas. No mostré ningún asombro.
-Se me deben haber caído.
-¿No va a hacer una denuncia?
-¿Denuncia? ¿Por haberlas perdido? Cuando salga de aquí me daré una vuelta por los locales de objetos perdidos, guaguas municipales, ayuntamiento, estación de metro, policía.
-Aun no hay metro en Las Palmas.
-Pues entonces no iré por ahí.
-Se lo toma usted con mucha filosofía. ¿Conoce a un tal Lorenzo Márques, el portugués?
-No señor. ¿Debería conocerlo?
-Es carpintero. Un honrado empresario de la madera.
-Pues no, yo soy, o era, que en este punto sí que me falla la memoria, profesor en la universidad.
-Bien. Volveré para completar los datos de su identificación. ¿Quiere que avisemos a alguien?
-No, déjelo usted estar, ya avisaré yo cuando salga.
-Es usted un tipo un poco raro, don Riforfo.
-Estoy pasando por una crisis de madurez, supongo.
-Si. Eso nos pasa a muchos. No a todos, no todo el mundo madura.
-Ah, yo pensaba que la cosa ocurría precisamente por eso. Una especie de rompimiento de la barrera del sonido, la edad física se adelantaba a la edad mental y...
-En efecto, es usted universitario. Todos ustedes tiene esa manía de revolverlo todo es ese tipo de frases.
-Discúlpeme, no quería ser pedante. ¿Es usted uno de esos policías que llevan petaca?
-¿Petaca? ¿Se refiere a la pistola? No, hace tiempo que nos las quitaron. No se fiaban de nosotros.
-No, petaca, algo de alcohol.
-Ah. Bueno, no sé si debo.
-Debe, debe.
-Aquí tiene. Aún queda un sorbo
-Muchas gracias. ¡Glup!. Prometo rellenársela. Me hacía falta.
-Lo de las manos. ¿No piensa contarme nada?
-No hay nada que contar. Un simple error.
-Lleva usted el término “simple” muy lejos, amigo.
-Debe ser la crisis que le decía.
-Eso debe ser.
Después que se marchó el inspector busqué mi ropa por la habitación. La encontré en un roperillo junto a la puerta. Me la puse como buenamente pude usando muñones -terriblemente doloridos- y dientes y me marché. Me dio pena no despedirme de la enfermera guapa, pero ya tendría ocasión de volver.
Pedí un taxi y al bajar tuve que indicarle al taxista el bolsillo del pantalón en el que llevaba la cartera. Ya, de paso, le pedí que me abriera la puerta de casa, aprovechando que junto con la cartera estaban las llaves. El taxista me hizo el favor un poco a desgana, pero le compensé dejándole el vuelto que era bastante alto, de un billete de veinte que extrajo de la cartera. Ya en casa me senté en el sillón que tengo situado frente al ventanal y me puse a observar las actividades de las vecinas en el patio interior.
Pasó el tiempo. No sé cuánto. Se había hecho de noche. En la mesita junto al sillón estaban los binoculares. Intenté agarrarlos para echar un vistazo, como solía, a las ventanas iluminadas, pero se me cayeron al suelo. Me iba a llevar, tiempo, supongo, adiestrarme para manejar estos dos gruesos dedos, que ahora sustituían mis manos, con una cierta habilidad.
Me llevó tiempo el adiestramiento, y, mientras, me despedí de la Universidad con una sustanciosa paga por invalidez que, junto a lo que había ahorrado estos años a fuerza de ser absolutamente anacoreta, por vocación, supuse que me alcanzaría para vivir cómodamente durante los años que me restaban de ansiar, supongo que por hastío, la muerte. Leí muchos periódicos, panfletos, notas y notitas. También me habitué a ir por bares, locales de alterne u otros garitos, incluyendo los de juegos. Me volví muy locuaz con extraños, lo que contradecía mis hábitos ermitaños, pero todo ello me proporcionó mucha información que luego me resultó útil en extremo.
Lorenzo Marques era un portugués que había venido a Canarias en la década de los setenta a trabajar en nuestro floreciente turismo. Luego, en la crisis de los ochenta, montó una carpintería en la ciudad, pero ya por aquel entonces se sabía, lo sabía la policía, que tenía negocios paralelos, y que la carpintería no era más que una tapadera. Fabricaba muebles por encargo, y sin encargar, y ataúdes, principalmente para exportación. La empresa con la que trataba en Portugal pertenecía a un familiar suyo, y la de transporte a un amigo de ambos. Funcionaban a la perfección y los negocios les iban, al parecer, magníficamente con este tándem hasta que, como resultado de una investigación internacional descubrieron el trasfondo del asunto, drogas. Pillaron al importador y al transportista, pero al carpintero no pudieron imputarle nada. Y Lourenzo se libró de la cárcel y se quedó con buena parte del negocio desmantelado.
A pesar de que su sede era una humilde, y anticuada, carpintería en una estrecha calle del barrio más antiguo de la ciudad, era un hombre muy respetado en el mundillo. Muchas cabezas habían sido sentenciadas mientras don Lourenzo cepillaba una puerta para adecuarla al vano de la casa de una vecina que se le había vencido un poco a causa del estado ruinoso del edificio. Siempre hacía trabajos de esos, gratuitos, para los vecinos más viejos. También poseía una gran parte de esos inmuebles cuyos inquilinos habían muerto sin testar o testando a favor de una misteriosa empresa que les pagaba una cómoda jubilación.
Qué historia más negra. ¿El Riforfo le hará la competencia a Eladio?
ResponderEliminarUn calvo y un manco.
Me temo que es solo un "principio", como cierto otro insigne autor del Papiromanía, tengo un buen montón de principios, pero se agotan en mi propia pereza.
ResponderEliminarInteresante historia la de Riforfo Rex desmanado...Me gustaría saber que fue de la enfermera que le atendió.
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