viernes, 20 de abril de 2012

La boca de la tierra

La boca de la tierra
Del libro La feria de los ahogados.
José Eduardo Agualusa (Angola 1960)

Una desaparición - De Mucaba nos llega la noticia de la desaparición del aventurero italiano Carlo Esmeraldi, quien se había granjeado entre nosotros tantas simpatías. La columna que acompañaba al intrépido italiano ha sido diezmada por la dolencia del sueño (hoxa), que en el interior del país tantas víctimas continúa haciendo. 
En “El Correo de Luanda” de 23 de Septiembre de 1898 


Afonso, el cazador, lo vio desaparecer en la tarde inmóvil, trágica y silenciosa como una fotografía. Iba montado en un buey-caballo, trajeado impecablemente de blanco y llevaba la cabeza protegida por un amplio sombrero de paja. Aquella fue la última vez que Alfonso lo vio. Aunque, claro, a esas alturas aún no sabía eso (no lo podía saber), y así, se despidió de él con un gesto obsceno, que era la manera que tenía de decir adiós a quien más quería. La naturaleza alegre y delicada de Carlo Esmeraldi, su verbosidad extravagante, los trajes de buen corte con que gustaba pavonearse por la ciudad alta, la habilidad con que seducía a las damas y bailaba el vals de moda, todo eso irritaba especialmente a Afonso, a punto de rechazar con desprecio las primeras propuestas que el otro le hiciera. Para que finalmente aceptase servir de guía al aventurero, comprometiéndose a llevarlo hasta los saltos de Calandula, fue necesario que aquel desembolsara muchos reales. Incluso así, el cazador se mostró desagradable y poco le dirigió la palabra durante la primera semana de viaje. Pero aconteció entonces el episodio de la fiera, y a partir de ahí comenzó a desarrollarse entre ambos una gran amistad. Por eso, en aquella hora en que le vio por última vez, la magra figura diluida dentro de puesta luminiscente del atardecer, Afonso alzó el brazo en un gesto obsceno, añadiendo un insulto. Dos meses después alguien le dijo que había encontrado a Esmeraldi en San José de Encoge. Más tarde supo por un mercader que había sido visto por Quivoenga, intentando, sin éxito, desenterrar el casco de un navío que misteriosamente había ido a parar allí. Cuando recibió la carta, no tenía noticias de él desde hacía catorce meses. Carta es por decir algo. Lo que el viejo Quissongo le entregó merecería más la designación de diario, si no fuese porque, de hecho, estaba dirigida a él. Eran casi treinta páginas de una caligrafía apretada e irregular, donde, ora en portugués, ora en francés, español o italiano, Esmeraldi le daba cuenta de sus asombrosas peregrinaciones por el interior del país. Se detuvo al principio en Quivoenga, población de los alrededores, en la cual descubrió un cementerio gentil, y, en él, el casco entero de un buque de alto cabotaje y remota construcción. “A tantas millas de la costa”, escribía aún el aventurero, “la presencia de esta pieza es un desafío a la imaginación”. A continuación dejaba Quivoenga internándose en la floresta, y a partir de ahí su caligrafía se tornaba más nerviosa, el texto se multiplicaba en interrupciones, y, a veces, el sentido de la frase se perdía entre una confusa profusión de observaciones inconexas. Repetida e incesantemente, Esmeraldi denunciaba la existencia de una “geografía perversa”, pero era difícil percibir el exacto significado de esa expresión: “Existen”, escribía el italiano, “perversiones naturales. Geografías secretas. Fenómenos aberrantes y monstruosos. Extraños animales habitan el corazón de las montañas...”. Y, más adelante: “¿El Obligo del mundo? Aquí donde ahora me encuentro no hay pájaros en el cielo. Los grandes árboles están curvados para Occidente y, si cogemos una piedra y la lanzamos en la vertical, describirá una elipse y caerá también en la misma dirección. A dos días de donde en este momento nos encontramos, desatamos el pesado carro de la yunta de bueyes ¡y subió solo una colina con desnivel de catorce grados!”. Y ya en las últimas páginas: “No me pidas nombres. En este lugar maldito los nombres son malditos, y de todas formas, ningún mapa los conoce. La Tierra aquí se devora a sí misma. ¡No es una hendidura lo que yo imagino que existe al fondo del barranco, es una boca!” Al despedirse, Esmeraldi evoca la escena de la fiera para confesar que, en aquel momento, sintió mucho miedo:”Pero el miedo que siento ahora”, concluía,”no es comparable al que sentí entonces. No sé lo que me aguarda, pero sé que voy a descender solo hasta el fondo del barranco. La única forma de vencer el miedo es encararlo a los ojos. Cuando fallaste el tiro y la fiera saltó, lo que hice no fue para salvarte a ti; lo que hice fue matar mi miedo, salvándome a mi.” Había aún un Post Scriptum: “Suceda lo que suceda, seamos racionales. Lo que me espera no es ciertamente la entrada al Infierno (esta es una ingenua convicción de mis porteadores). Una aberración gravitacional de la magnitud que estamos presenciando, puede explicarse por la existencia, en el fondo de la hendidura, de una masa de increíble densidad. Tal vez haya caído aquí un meteorito; una piedra, no necesariamente de grandes dimensiones, pero muy pesada. Tan densa y tan pesada que sea capaz de atraer todo lo que esté próximo, alimentando así, cada vez más, su propio peso y densidad: ¡una boca! Una boca voraz, insana e insaciable. ¡Acuérdate de Carlo, Afonso!, ¡Hasta un día!”. A través del viejo Quissongo supo Afonso que la carta había sido entregada en una hacienda de Quibocolo por un negro andrajoso y extraviado, que se decía natural de Luanda y que era parte del la expedición de Esmeraldi. El hombre estaba atacado por la hoxa y, en cuanto lo recibieron, se hundió en un sueño espeso, del cual no salía más que para implorar un poco de agua y la misericordia de un padre. En sus delirios hablaba de un agujero que absorbía los pájaros del cielo y donde el demonio había edificado su casa.

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