lunes, 1 de agosto de 2011

Periplo de Diógenes


No soy un vagabundo. Soy un beatnik trasnochado. Pero ya sabes lo que pasa. Llega un momento en que tus amigos se van estableciendo y dejas de tener adónde ir. Hace algunos años me recorría el país de punta a punta. Siempre había alguien que me acogía en su casa y me prestaba su máquina de escribir. Estuve un verano en la fresa en Francia, durmiendo en caseta de campaña junto a una chica noruega que tenía una hija preciosa allá en su tierra. Fue un amor platónico porque por las noches estábamos tan cansados que nuestras relaciones sexuales consistían en dormir abrazaditos y sin duchar la mayor parte del tiempo. Hicimos planes, pero cuando se acabó la temporada ella se volvió para Noruega con un novio que vino a recogerla en coche y yo me marché a Italia con una pandilla de locos que querían arrancarle las narices a las estatuas de Florencia. Los dejé en Marsella porque, en una borrachera en el puerto, resulta que firmé un contrato para trabajar en un barco seis meses. Cuando me desperté el barco había zarpado y no se veía la costa. Cruzamos el Canal de Suez y luego, a causa de los piratas, volvimos por el Cabo de Hornos, a quien se le ocurre. En Port Elizabeth, Sudáfrica, me fugué, no porque estuviera mal en el barco, que se comía cojonudamente y tenía tiempo de sobra para leer los libros de Historia de Heródoto. Pero un puñetero sobrecargo se enamoró de mí y no había manera de quitárselo de encima, figurativamente. Dormía todas las noches con un ojo abierto y los otros dos cerrados por si acaso - ¡eh!, el que tenía abierto era uno de la cara- Y además me enamoré de una negrita de Soweto que hacía la calle por la zona del puerto. Se empeñó en presentarme a su familia y fuimos a Johanesburgo. Allí recibí una soberana paliza de su novio y otros dos amigos – que sólo miraban, el novio se bastaba y se sobraba – y la policía me detuvo por vagabundo. Me trataron muy bien, me curaron, me dieron de comer, me dejaron dormir unos días en el calabozo y me expulsaron a Bostwana.
En Bostwana me recogieron unos españoles que habían montado un negocio medio ilegal de tráfico de no se qué. Una pareja muy loca. Estaban todo el día colocados y se reían de todo. Estuve tres meses con ellos viviendo de gorra, decían que yo les caía muy simpático y con eso pagaba mi estancia. Ahora bien, el tipo me puso una condición: que no me tirara a su mujer. En una de estas que fuimos a ver a los bosquimanos en el desierto del Kalahari, el tipo se quedó dormido en el coche y yo incumplí mi promesa bajo un baobab. No se hubiera enterado si la mujer no se lo hubiera dicho, y tuve que salir corriendo desierto adentro sin agua ni comida, aunque con mi libro de Heródoto que no dejaba a sol ni a sombra. A ellos fue a los que les robé el volumen en un solo tomo de En busca del tiempo perdido. Tenían una enorme biblioteca presidiendo el salón y el único que le prestaba atención era la piel de león que tenían como alfombra que miraba todo el tiempo aquel montón de libros con la boca abierta.
Otra vez fui salvado, esta vez por aquellos simpáticos negritos nómadas que me llevaron con ellos y estuve comiendo y aprendiendo a cazar con esas temibles lanzas envenenadas que ellos usan. Por las noches les leía Por el camino de Swan y ellos se reían todo el tiempo. Un día me señalaron al frente y me dejaron allí. Empecé a caminar y me encontré con un negro que hablaba portugués. De mis lecturas de Pessoa supe comprender que ya estábamos en Angola. Me costó casi todo Alberto Caeiro y la mayor parte de Alvaro de Campos y un poco de Bernardo Soares llegar hasta Luanda en donde me hice pasar por profesor de español en el barrio elegante, hasta que conocí a una china que, por una vez, se enamoró de mí porque decía que recitaba a Li Po como nadie. Yo no la quería porque a mi las chinas me parecen todas mi hermana, pero consiguió que me contrataran de traductor para la compañía petrolera donde trabajaba su marido. Así reuní dinero suficiente para meterme en un avión y volverme a España.
Pero hubo un accidente. El avión amerizó en las proximidades de Santa Elena, donde murió Napoleón. Allí los ingleses me trataron muy bien y cuando se restablecieron mis heridas – piernas y brazos algo chamuscados y una torcedura de tobillo – me llevaron por los lugares por los que había paseado melancólicamente el viejo emperador. La guía insistió tantas veces en señalarme cual era la cama en la que había muerto Napo, y el museo estaba tan vacío porque el próximo crucero no llegaba hasta el jueves, que cedí a sus encantos e hicimos el amor en la cama del muerto. Solo olía un poco a humedad pero la mujer gritaba tanto – no soy un buen amante, pero hay mujeres que son muy agradecidas – que subió el director del museo y se empeñó en meterse en cama con nosotros. Resulta que la guía era su mujer. Tuve que escaparme por la ventana cuando el tipo se desnudó y vi con qué pretendía empalarme a su mujer -me hubiera escapado igual fueran cuales fueran las dimensiones, pero aquello desalentaba hasta al más predispuesto. Mi piel estaba tan arrugada y negra a causa de las quemaduras que el policía de la entrada creyó que simplemente se trataba de un turista estrafalario vistiendo uno de esos trajes futuristas que se usan en el continente. Cuando llegó el barco me metieron en él, como empleado del servicio. Tuve que hacer de camarero y limpiar los retretes de los pasajero, pero me lo pasé bien con unas chicas que estaban de viaje de despedida de soltera y llamaban a cada rato para que limpiara los vómitos. Así llegue a Canarias. Desembarqué en el Puerto de la Luz con un abrigo de amplios bolsillos que robé del perchero de un camarote cualquiera, En busca del tiempo perdido en un bolsillo y Los Siete Libros de Historia de Heródoto en el otro. Y nada más. Las chicas gritaban desde la cubierta, en bikini, mi nombre y cuando pisaba tierra me cayó un sujetador en la cabeza.

Y, bueno, de tu vida qué me cuentas.

5 comentarios:

  1. Tanto éxito sexual hace la historia absolutamente inverosímil. Por otra parte es ágil y divertida. Me recuerda (un poco, no nos pasemos) a Voltaire por la velocidad a la que pasan las cosas. Y además me gusta que entronque con la historia anterior en la entrada del blog pero que es posterior en la cronología de la historia.

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  2. Mi querido amigo. Incurre usted en numerosos errores de bulto que no me voy a preocupar en detallarle porque me parece que la manera que tiene usted de aproximarse a la literatura es extremadamente despreocupada y vana. Excúseme esta diatriba. Me aníma únicamen un afán injurioso.

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  3. No estoy de acuerdo, es absolutamente verosímil. Mi vida es prácticamente igual, aunque como tengo 200 años y ningún prejuicio sexual, varía en ciertos puntos.
    Enhorabuena por lo del baobab.

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  4. Y que uno tiene que escribir desde su experiencia. Ya lo decía Hemingway a todo aquel que le preguntase sobre cómo escribir:"echa mano a tu experiencia muchacho, así nunca tendrás dudas de que estas escribiendo una soberana tontería"

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  5. Pues a mí lo que más me ha gustado es precisamente el éxito sexual del protagonista, que sin comerla ni beberla acaba cepillándose -aunque sea platónicamente- a toda hembra en edad de merecer que se encuentra a su paso.
    Seguro que Freud articularía una curiosa y enjundiosa teoría sexual sobre los autores que escriben este tipo de textos apoyándose en este relato.
    Despreocupada y vanamente es la mejor forma de aproximarse a la literatura.

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