Hacía tanto tiempo que no la veía que terminé por desconocerla. Se plantaba delante de mí sonriendo y esperando una reacción por mi parte. Y yo, que esperaba también una reacción por la suya me quedaba mirándola, esforzándome por no tratarla como a una mujer cualquiera, es decir, mirarle las tetas. Y así transcurrían largos minutos de silencio. Ella dejaba de sonreír, cansada, y me daba por imposible. Entonces se daba ella misma la vuelta y salía de la habitación, momento en que yo dejaba de mirarle el culo y me detenía en la minuciosa observación del pomo que aún conservaría el calor de su mano.
No me movía sin embargo de la habitación. Del centro de la habitación bajo la bombilla desnuda, desnudo yo.
Antes o después entraba un doctor o una enfermera o un grado médico menor y daban vueltas alrededor de mí como asteroides capturados por mis invisibles fuerzas gravitatorias. Emitían un veredicto, o me bañaban o me pellizcaban el culo, o anotaban algo en una hoja y volvían a salir dejándome allí a oscuras tras cerrar la puerta y apagar la luz.
Entonces era yo verdaderamente un planeta errante por el vacío del cosmos. Con los ojos bien abiertos veía pasar soles y lunas y asteroides y meteoritos y polvo estelar. Viajaba lejos, muy lejos en las profundidades o exteriores del universo no sabía bien. Giraba en las volutas de las nebulosas, me resbalaba en los pozos sin fondo de los agujeros. Cantaba en el silencio inmisericorde del infinito cabalgando un asteroide como el Barón de Munchausen. Hasta que la luz hería mis ojos y otra vez penetraba en mi espacio estelar una bata blanca con una cabeza sonriente asomándole arriba y unos piecesitos calzados con zuecos blancos debajo.
Años o siglos después, tal vez segundos o meros instantes sin nominar volvía ella. Abría la puerta y saludaba como si me conociera de siempre. Observaba cómo mi pene hasta entonces fláccido se erguía ante su presencia y sonreía: “me conoces, sé que me conoces”, murmuraba y me hablaba durante horas. Un día le hablé:
“Tu eres un alma errante. Pero yo estoy quieto”. Ella afirmó con la cabeza, convencida. Luego giró el pestillo de la puerta y se desnudó. Desnuda comenzó a darme vueltas alrededor. De pronto desapareció detrás de mí. Oía su respiración cada vez más agitada. Me abrazó por la espalda y noté la presión de sus senos y el cosquilleo de su pubis en el culo. Ese contacto me comunicó un estremecimiento y eyaculé. Una gota de semen alcanzó la puerta y luego comenzó a resbalar por la madera hasta el suelo. Ella continuaba gimiendo detrás de mí, agarrada a mi pecho. ¿Tal vez llorando?
Cuando desperté estaba tumbado en la cama, la fría bombilla seguía encendida colgando del centro del techo y balanceándose levemente. Sentí frío y me cubrí con unas sábanas revueltas que había a mi lado.
Dicen los médicos que me estoy recuperando, pero no me dicen de qué. Dentro de poco, afirman, querré salir y luego me iré para siempre con ella, dicen. Ella ha vuelto varias veces y hablamos de cosas que desconozco, cines, coches, países, aceite y vinagre, supermercados. Ella parece feliz.
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Creo que se me ocurrió esta historia después de ver la película de Bela Tar: Las Armonías de Werckmeister. Basada en una novela de Lazslo krasnahorkay de hermoso título: "La melancolía de la resistencia"
jo...y yo qué te digo? sigue escribiendo así, que es un gustazo leerte y... ¡odiarte!
ResponderEliminarEste relato lo he disfrutado, me gustan las historias en las que sueño y realidad se confunden, de hecho muchas veces no estoy seguro de saber separarlas. Además me trajo a la memoria uno de mis relatos favoritos de Cortázar: "La noche boca arriba".
ResponderEliminar¡Un saludo y hasta la próxima!