Es pesao, el amigo Proust. Pero uno llega a identificarse con toda ese arrebato palabrero acerca de sus propias emociones, tan volubles, absurdas, contradictorias. Y, de vez en cuando, cada cuando uno consigue integrar una serie, más o menos discreta, de esos párrafos suyos tan largo que cuando uno llega al final ya ha olvidado cómo empezaban, uno se descubre en todas esas impresiones, ¡coño, soy yo!
De acuerdo: todo acto comienza por vencer la pereza, como todo movimiento comienza por vencer la inercia de la estabilidad.
Es decir todo estado tiende a que lo dejen tranquilo.
El error está en definir la pereza como una desgana o falta de motivación.
No es cierto.
La gana o la motivación suelen estar, pero uno espera a que su energía, la energía de esa gana o motivación, supere a la de la pereza, para ponerse en marcha, y esto no ocurre a menudo. Solo en limitadas ocasiones, probablemente por una concurrencia de circunstancias favorables; menos frecuentemente por un impulso único (lo tienen solo aquellos que disfrutan de ese a modo de don especial en su carácter), tiene el deseo energía suficiente para superar la pereza de empezar a intentar conseguirlo.
Aquí es donde interviene el soñar.
Su principio hipotético sería incrementar esa energía del deseo que nos mortifica, hasta conseguir que empiece a movernos en su consecución.
Pero los que estamos demasiado acostumbrados a soñar hemos adquirido una maldición acerca de esto, que los sueños nunca se realizan en la misma medida, con los mismos colores, y la misma intensidad emocional con que los soñamos, a menudo son una desilusión que se acumula pesando en las expectativas del próximo sueño que nos sobrevenga.
Y así, como dice Proust
“porque, mientras son posible, las vamos aplazando, porque solo pueden adquirir ese poder de seducción y esa aparente facilidad de realización cuando, proyectadas en el vacío de la imaginación, se sustraen a la sumersión gravitante, afeante, del medio vital”,
vamos aplazando la realización de los sueños y el soñar se convierte en sí mismo en una realización idealizada.
No tengo a mano citas concretas del Libro del Desasosiego de don Fernando, pero no creo que sea difícil encontrar una, y ciento, que se resuma en la misma idea: Soñar es mejor que vivir.
Pero a fuerza de soñar uno se acostumbra a mirar el mundo como desde esa atalaya de cristal entintado que le da al mundo unos colores intensos. Y se le olvida que puede abrir la puerta y salir a hacer.
Porque hay que salir a vivir.
El cuerpo lo pide.
Y, en cierto modo, el sueño lo necesita para seguir realimentándose. Perdería eficacia como sueño (cuyo resultado, qué duda cabe, es el placer de soñar, de creer que es posible en las mejores condiciones eso que hipotéticamente deseamos realizar) si tuviéramos la completa certeza de que no lo vamos a realizar nunca.
Forma parte del sueño la mentira de que es posible tal y como lo soñamos.
Y por lo tanto de vez en vez, como los disparos de las neuronas después de acumular unos cuántos estímulos, uno abre la puerta y sale, y vive, más o menos, ese sueño que ha estado alimentando.
Y todo le parece gris, en comparación con lo esperado, y monótono, y hasta aburrido, indiferente. Se vive porque se está. Se camina porque hay camino. Se como porque hay alimentos. Se ama porque hay otro ser.
Y después de realizado se vuelve a casa y entonces se obra la alquimia de la memoria.
Al recordar esos intrascendentes momentos el aire se recuerda más limpio, más puro, las sombras tienen matices que uno no sintió importantes en ese momento, la mera sensación de estar, que uno, estando, ni siquiera percibía, ahora, recordándola es en sí misma un placer. El ser que ya no está, Albertina, y que nos empezaba a resultar trivial, se vuelve mítico.
Y entonces, al arrullo de estos cantos de sirena de la memoria uno empieza a modelar nuevos sueños. Tímidamente al principio, porque ya sabe que allá fuera no es como uno se lo espera. Pero aquí obra también el milagro del olvido y cobra más intensidad cómo uno lo recuerda. Y añora los momentos vividos y engendra, como una semillita, el deseo de repetirlos, esos o unos semejantes, y así se retoma el ciclo de la vida de los sueños, eternamente.
O hasta entrar en el sueño final.
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