jueves, 7 de agosto de 2025

La decadencia de un occidental

 Bajaba yo por unas escaleras que, desde Schamann, ayudan a descender hasta el cauce del Barranquillo don Zoylo, como siempre, distraído en mi lectura; esta vez tratando de comprender a Spengler y su morfología de la Historia, que él remite humildemente , al menos la idea embrionaria, a Goethe; cuando al llegar abajo del todo de las escaleras, que desembocan a una pequeña calle sin salida (a Pocho, curioso, le gustaba llegar hasta el final y olisquear qué novedades se meaban por allí), cuando, pasando bajo una balconada muy coqueta en su sobriedad, oigo una voz femenina que saluda: «Hola, precioso».Aunque soy consciente de que el calificativo no se me aplica ni con poxipol, no habiendo nadie más en la calle, alcé la mirada interrumpiendo a don Oswald, y dos flechas ardientes se clavaron en mis pupilas; no cabía duda, el saludo me iba dirigido. 

Como yo he sido muy tímido y la edad no me ha curado tampoco de eso, respondí, por no hacerle un feo a la amable dama, que pese al saludo no parecía ciega en absoluto: «hola, preciosa». Y como actor en prácticas esperé su réplica que, seguro, ya había ensayado en otras ocasiones, porque la expresó sin ningún titubeo, con un tono claramente insinuante, algo sobre actuado: «¿No quieres subir un rato y jugamos a algo?» 

La propuesta despertó en mí el recuerdo de lejanas fantasías de adolescencia, y el cuerpo reaccionó con ya casi olvidadas señales de alarma que mi refinada prudencia había conseguido relegar al desván de los instintos improbables. Las clásicas mariposas empezaron a revolotearme por el estómago, solo que en mi caso solían ser negras y me provocaban descomposición. Sea porque la edad también ha limado mi cobardía o sea porque las mariposas envejecen con uno y pierden eficacia, el sorprendente resultado fue que no perdí aplomo y acerté a responder con prudente audacia: «como no sea jugar a una mano de cartas, me parece a mí que...» Pero ella estaba allí para abofetear mi prudencia y no se dejó regatear: «Con una mano me basta». 

Y la mujer, bien mirada, no carecía de atractivos y desde luego estaba lejos de alcanzarme en edad, el sueño del pibe, que diría un argentino. Del ensoñamiento o marasmo fantasioso me sacó un golpe en la cabeza que resultaron ser unas llaves unidas a una réplica diminuta de un casco de bombero (profesión del difunto cónyuge, que padeció un irremediable cáncer de colon por negarse a pinchar cacas con un palito; que no le parecía suficientemente viril, decía. Pero a lo que en verdad temía es a una colonoscopia: había visto vídeos en YouTube y decía que era el colmo de la indecencia mostrar al público el interior de sus intestinos) y subí sin dejar que mi funesta imaginación me aguara la experiencia.

Se subía porque la  planta baja, la de ras de suelo, eran un almacén o garaje usado como almacén, y la planta alta la vivienda. Había una tercera planta, también cubierta y compartimentada para futura vivienda que por el momento estaba vacía. La mujer me explicó, como si estuviera mostrando el piso a unos futuros compradores, que había pensado tener hijos y para ellos sería la planta alta, pero que el marido, por causa de la peligrosa profesión que ejercía, decía él, aunque ella creía que más bien porque de joven había sido muy casquivano y ya había dado todo de sí cuando la desposó, no podía tener hijos. Para colmo el hombre amaba su profesión y su profesión se lo había llevado dejándola a ella con piso y sin descendencia. Todas estas explicaciones me las daba haciendo el tour por la vivienda: cocina, baño, salón, todo muy recogido y muy limpio; el balcón mediador de nuestro encuentro, y, por fin, el dormitorio.

Era un dormitorio clásico: lampara aparatosa en el techo, armario ropero en madera noble, tocador con espejo, una enorme cama cubierta con una colcha de punto y un peluche de gatito plantado en medio. Resultó no ser un peluche y en cuanto invadí su territorio saltó a lo alto del armario desde donde estuvo vigilándome todo el tiempo que permanecí en el cuarto. Cuando le miraba yo cerraba los ojos y desaparecía en la oscuridad, pero nunca llegó a sonreír. Ella no se molestó en presentarnos, en cuanto entró en la habitación se despojó de la bata, lanzó las zapatillas al aire y quedó en pelotas. «A ver esa mano», dijo, y se lanzó sobre la cama mirándome fijamente y con una sonrisa pícara como si hubiera estado representando un papel y de pronto se hubiera sacado la máscara. Yo, claro, quedé paralizado.  Y ella lo notó. «No te quedes en el dintel que hay corriente», avancé un paso sin saber qué hacer. No había esperado llegar a este punto tan de sopetón. No soy de hacer planes por adelantado, me gusta meter la pata de manera improvisada para así no tener nada que reprocharme. La actitud de la mujer me parecía extraordinariamente extravagante y me resultaba imposible elaborar una estrategia. Mi proverbial prudencia nunca me había traído por estos barrios de la improvisación audaz, y al parecer me había llegado el momento de decidir si saltaba al lado de Cruz o salía corriendo. 

Salté. Por decirlo de alguna manera. Quiero decir que reprimí mi impulso de salir corriendo, me acerqué por el otro lado de la cama donde estaba ella y me senté tímidamente sobre la colcha, haciendo amago de sacarme la camiseta. «¿Qué haces?», me lo temía. La cosa no iba a resultar tan fácil. «Pues pensaba desnudarme para igualar posiciones», le repliqué. Pero ella, haciendo un gesto de negación con el dedo índice, dijo «Aquí solo habíamos hablado de una mano; todo lo más, de dos» y eso, quieras que no, me tranquilizó. «Eso sí, los zapatos te los quitas» y me aflojé alegremente las sandalias. 

Nuestro acto amoroso consistió, en rápida descripción, en que ella se acurrucó en mis brazos, nos besamos, la acaricié por todo el cuerpo y ella se durmió. Ahí la estuve acunando durante cerca de una hora. No descarto haberme traspuesto yo también en algún momento, pero como ronco con mucho entusiasmo tengo la consideración de no dormir en público. Cuando ella despertó abrió plácidamente los ojos y sonrió. Aquella sonrisa se me clavó literalmente en el alma. Supongo que es algo atávico el estar en permanente desconfianza, en esperar el golpe a cada momento y permanecer en algún nivel de la consciencia siempre en alerta. Aquella sonrisa disolvió toda prevención. En ese instante de su despertar me sentí aceptado, es todo lo que se me ocurre decir, pero responde a una sensación de reposo, saber que uno está protegido y en lugar seguro. Duró poco, porque la realidad se coló enseguida, «Como te llamas» me peguntó su sonrisa. Le dije mi nombre. Ella no me dijo el suyo ni yo se lo pregunté. Es un defecto que tengo el no prestar atención a los nombre y olvidarlos en cuanto me los mencionan. Luego, ya de vuelta a casa me maldeciría por mi descortesía. «Pues bueno, riforfo, que se nos echa encima la mañana. Tú tendrás cosas que hacer y yo, bueno, ya buscaré algo» dijo mientras se levantaba, recuperaba su bata del suelo y perseguía sus zapatillas. El gato abrió los ojos y pareció despedirme también. Yo, algo desconcertado, me até las sandalias mientras ellas me miraba sonriendo, ya la sonrisa era otra, no sé, distinta, desde la puerta. Estiró la mano como llamándome y yo me levanté caminé hacia ella y cogí su mano. Ella tiró de mí hacia la puerta de la calle, me dio un piquito en los labios para despedirme; me miró, siempre sonriendo, bajar las escaleras. Al llegar al portal de la calle me giré y con un gesto de la mano la saludé. 

Ya en la calle, subiendo por la cuesta del Barranquillo hacia Escaleritas, me di cuenta de que me había dejado el libro de Spengler en su casa. No me importó. 

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