martes, 13 de agosto de 2024

Niebla, de Unamuno... y yo.

 No me acostumbro a la idea de que soy «un hombre». No un hombre en el sentido de género, sino en el sentido de, tal vez un adulto, tal vez simplemente gente. Cuando se refieren a un grupo de personas entre los que me encuentro como «Hombres y Mujeres», yo no me siento incluido. Pienso para mí, ¡eh, yo también estaba!, casi sin darme cuenta de que también se referían a mí. No sé si a todo el mundo le sucederá, pero me resulta incómodo por parecerme impostura que me incluyan en un grupo al que no me siento pertenecer. Por parecerme impostura no por esnobismo de creerme diferente. Yo quisiera pertenecer, pero eso no puede forzarse, uno tiene que sentirse y yo no me siento. El otro día le comentaba a alguien lo envidiablemente ajeno que me parecía (no sé si se capta la idea, ajeno, y con deseo de que no lo fuera) cuando veía, era un partido de fútbol, a la gente entregada a la celebración eufórica de una victoria, o en las manifestaciones la proclamación arrebatada de eslóganes; mucho menos que eso, nunca he sido capaz de cantar a coro ni un feliz cumpleaños. 

Es cierto que he usado muchas veces la bebida para hacer desaparecer esa coraza de ajenidad que me rodea constantemente, pero me ha sorprendido siempre descubrir, tiempo después del suceso en concreto, que nadie se acordaba de que yo hubiera estado allí por más arrebatado que me hubiera creído comportar. 

Todo esto viene porque acabo de ver, no de leer, una obra teatral para televisión, de aquellas que ponían antes, en la época del blanco y negro, basada en la novela de Unamuno, Niebla

El personaje es descrito como un hombre sin personalidad, un Augusto Pérez (Augusto, no Ricardo, pero qué más da un nombre) cualquiera. (No es tan cualquiera, me digo, que tiene una fortuna y se permite vivir sin necesidad de atarse a un empleo. Esto me desemeja del personaje de Unamuno, y me vuelve a mí menos relatable, me temo). Lleva una vida ordenada. Como se dice en muchas novelas de la época, se podrían ajustar los relojes solamente observándole, porque sus hábitos eran metódicos, repetidos y sincronizados.  (Yo no es que lleve una vida muy metódica, pero tengo una cierta tendencia a formar hábitos y a hacerlos durar una buena temporada hasta que simplemente se deshilachan, como las nubes, para formar nuevos hábitos). Aquí lo pillamos con un cierto desasosiego. Parece que el hombre empieza a necesitar cambiar algo en su vida (tiene treinta y ocho años, a mí todo me pasa con retraso, calculo que diez años más), darle una densidad. Siente que su vida no es vida, que él no es Persona, que le falta definición. De ahí el título de la novela, siente que es una niebla apenas con forma imprecisa. 

(Recuerdo que en cierta época fantaseaba, allá por los tiempos de estudiante, con que a lo mejor yo estaba muerto y solo era el fantasma de mi yo que había seguido viviendo por inercia sin darme cuenta de la falta de consistencia que tenía en el mundo. A la manera de las películas esas de fantasmas que se creen vivos, que creen que interactúan con los demás pero que en realidad no es así. Esto me recuerda la última novela que acabo de leer el fin de semana, Mirafiori, de Manuel Jabóis. Quería recordar, no sé si fue un sueño, una escena de la infancia en la que con mis hermanos jugábamos con un sacho, y entre unas cosas y otras el sacho vino a dar de filo contra mi cabeza. No recuerdo que hubiera hospitales, ni sangre, ni escándalo. Tal vez no pasó y lo soñé, tal vez no pasó de un chichón. Evidentemente, fantaseaba, estudiaba en la biblioteca por las tardes entre semana y era como estar enterrado en vida, sobre todo los viernes. Escribía un diario que a veces usaba para declararle mi amor a las compañeras porque yo era incapaz de decirlo de viva voz). El hombre se enamora de una mujer impresionante. Pero la mujer impresionante es también una mujer fatal. Una mujer fatal es una mujer libre que no acata los condicionamientos sociales solo por el qué dirán, los acata o no según su propia consideración; y tampoco está atada por los comportamientos normalizados de las mujeres de su época. Nuestro hombre, claro, es un hombre inocente de mundo. Su dinero lo mantiene aislado de todo tipo de conflictos y de mucha malicia. No es un imbécil, cuidado, simplemente no ha tenido necesidad de enfrentarse a los problemas, un hombre con suerte que no ha necesitado ponerse a prueba, o ha sabido evitarlo. La mujer, en principio, es honesta, y le declara abiertamente que no quiere  nada con él. Ella tiene un noviete que es un canallita. Es el tipo de hombres que le gustan, hombres con presencia. Para ella también este fulano es apenas una sombra, un mecanismo integrado en la maquinaria social. Pero el hombre insiste. Y entonces ella le deja pasar todo lo que él quiera entrar (no estoy hablando de sexo, es Unamuno, no las cincuenta sombras). Al final, naturalmente acaba traicionándolo. Era de esperar. Y él, si no hubiera cerrado los ojos, también se lo habría esperado. Esa mujer no es para ti, le decía todo (la frase la subrayo porque a pesar de ser tan común a mí me suena con la voz de una obra de Alejandro Dolina, Lo que me costó el amor de Laura), hasta el perrito que se encontró en la calle y que ella le dijo que se ponía fuera en cuanto se casaran se lo decía.  Pero un canallita es mucho canallita y las mujeres fatales fatalmente suelen tener una debilidad. Ella se va con él canalla. 

Así que el hombre decide … no matarse, sino  ir a ver a don Unamuno y matarlo a él. Esto de Unamuno aparece de repente. El narrador nos ha estado insinuando algo, como que el propio don Miguel le ha pedido que prologue el libro que está escribiendo donde su amigo Augusto es el personaje. Pero que sepamos nunca llega a decírselo. ¿Cómo lo supo Augusto? No lo sé. Es la parte de toda novela en la que el autor desvaría. La simple realidad sería que Augusto sigue viviendo solo, rechaza más relaciones por un tiempo. Un día se casa con una buena mujer. Envejece llevando la vida de orden que ha llevado siempre,  sintiéndose siempre la sombra que se sintió. Su mujer y sus hijos le querrán por costumbre. Se morirá y pocos amigos le recordarán. 

Pero Augusto va a ver a su autor. Unamuno lo recibe en casa, en su despacho. Ya desde la puerta lo trata de tú, aunque el otro le siga tratando de don, lo cual es muy significativo. El otro le confiesa abiertamente que venía a matarlo y don Miguel se le ríe directamente en la cara. Muy frío se muestra don Miguel con la tragedia de don Augusto. Ya he acabado tu historia y no sé que hacer contigo, así que he decidido matarte. Y don Augusto, que venía con propósitos homicidas se encuentra con una sentencia de muerte. Suplica, llora, de pronto le descubre todos los matices a la vida. Pero ya no hay nada que hacer. Al llegar a casa muere. 

Yo ya tengo una edad. Ya me toca ir pensando en subir a pedirle cuentas a don Miguel. Pero, la verdad, no tengo nada que reprocharle. No me considero personaje. Don Augusto tenía la sensación de estar siendo dirigido, de que todo le sucedía (esto recuerda a Gurdjieff, con aquello de que nada te sucede, todo sucede). Yo también tengo la sensación de que todo sucede, pero yo sí creo que uno tiene opciones. Yo percibo más bien una vida como río. Evidentemente poco puede hacer uno sino dejarse llevar por la corriente, pero puede nadar con la corriente e ir más rápido y tener la sensación de que controla su vida. O puede nadar hacia un lado y hacia otro para no perderse nada y tener la sensación de todo va más despacio. Y hasta puede nadar contra corriente y creer que puede vencer al río. Dentro de la única opción, hay matices. Supongo que algo de eso es lo que se llama el libre albedrío cuando antes nos han dicho que todo lo que sucede está en manos de Dios. 

Yo me siento llegando ya al estuario. No con la sensación de que he hecho todo lo que podía, pero sí con la sensación de que ya poco más puedo hacer si es que a última hora se me ocurriera alguna idea al respecto. 

Epílogo: anoche se murió un tio mio y hoy no fui a entierro. Escribí esto para darme la sensación de estar ocupado. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario