sábado, 2 de marzo de 2024

Connerland

 Laura Fernández es una escritora norteamericana de, tal vez, los ochenta o los noventa. Así como Foster Wallace o Jonathan Franzen o por ahí. A mí me recordó de primeras a Kurt Voneguth, con sus rollos de marcianos y sus traslados locos en el tiempo, un poco anterior en el tiempo a aquellos dos; también, en lo alocado del material, a Pynchon, pero sobre todo a Foster Wallace al que no he leído, porque una vez los intenté, varias veces y tuve que desistir.  Lo que es raro es que esta mujer haya nacido en España, en Tarrassa, concretamente, en 1981. Es raro para ser una escritora norteamericana de los ochenta, pero ya se sabe que la literatura es en sí un mundillo raro. 

Esta novela es, claro, como la autora, una novela americana. Del tipo humorístico, paródico, exagerado, alocado de los autores que he mencionado, sin llegar al suicidio ni a ponerse un cartucho en la cabeza para no ser reconocidos por el gran público. 

Vayamos con la historia, que será divertido contarla. 

Un autor de novelas de ciencia ficción, un tal Voss Van Conner sufre un accidente en el baño y es trasladado, con toalla envolviéndole la cintura y el pelo mojado, a un extraño cielo en forma de sala de espera. A su turno habla con un tal Denver, el mandamás de todo aquello, que lo reenvía a la Tierra en forma de fantasma a que solucione sus cuentas pendientes. Aunque no le llega a decir qué cuentas pendientes son esas. Como es un fantasma, necesitará un representante, así que eligen a una azafata de las aerolíneas Timequake, una chica que no tiene suerte con los hombres y que sueña con formar una familia y lo último que se esperaba era que tuviera que representar a un fantasma. 

Con la muerte de Van Conner se arma un pequeño lío, aquí en la Tierra, que nunca se hubiera armado estando vivo, y es que el editor más famoso de estos pagos, Ghostie Backs, accede a publicar la obra de Van Conner, haciendo con ello muy ricos, al representante de Van Conner, que apenas había conseguido levantar la carrera del prolífico escritor hasta ahora, y a su mujer, de Van Conner, que estaba a punto de separarse de él, acto que se frustró con su accidente higiénico. 

Otros mil y un personajes pululan por esta novela completando todo un mundo, tantos que la autora consideró necesario un listado al final de la obra, como si se tratara de uno de esos novelones rusos.

La novela es divertida, pasan cosas, está bien contada, con alguna manía como esa de repetir frases y nombres como para recordar cada dos por tres de qué o quien está hablando. Ejemplo: 


“Y, entusiasmado, Jubb, Jubb Renton, en adelante conocido como el (SUCESOR DE VOSS VAN CONNER), subió, de una vez, al avión que iba a devolverle a su mal iluminada sala de estar, la sala de estar en la que iba a ponerse a escribir aquella su primera novela, y lo hizo pensando en una escena final en la que, después de que Los Correctores lo hubiesen devuelto todo a su lugar, es decir, después de que hubiesen impedido que Sammy, Sammy Darlymple, el Santa Claus oficial de Wyoming Pete, extraviase la diminuta máquina del tiempo que Prissie Brockway pensaba utilizar para viajar al pasado y capturar el fantasma de Kimberly Barris Freck, aquella famosa nadadora que se había electrocutado con su maldito secador de pelo, y que los Casswell, Papá y Mamá Casswell y sus dos pequeños, Rick y Dirty, viajasen al futuro, el padre Rent Casswell y Sammy se cruzasen una mañana, en el supermercado, el supermercado para empleados de Juguetes Para Cualquier Mundo Sommer Burg, y se recordasen, recordasen todo lo vivido antes de que Los Correctores hiciesen su trabajo y, un segundo antes de olvidarlo, se sonriesen, en un gesto de complicidad que permitiría a Jubb, Jubb Renton, enterrar de una vez por todas al fantasma de su padre (¡OH, VETE AL INFIERNO, PAPÁ!), (¡NO PUEDO! ¡ESTOY ATRAPADO EN TU MALDITA CABEZA!), (¡SAL! ¡SAL DE AHÍ! ¡LARGO! ¡FUERA!) y aquel horrible día en la playa.”


Al principio tuve rechazo a leerla, porque me parecía una intolerable traición a la patria que una autora de Tarrasa de 1981 fuera una escritora norteamericana de las últimas décadas del siglo veinte -- no sé cómo se escribe hoy en los EEUU, el autor más reciente que he leído creo que es Chuck Pananiuk, si descontamos a John Irving que sigue publicando pero no es en absoluto un autor reciente --  en lugar de escribir sobre su pueblo, sus ancianos abuelos aún lamentándose de las consecuencias de la desgraciada guerra civil, o de su región con los incontables conflictos que andan hoy generándose a cuenta del independentismo, o de su vida cotidiana, la dura vida cotidiana de una joven en este terrible mundo en el que vivir apenas es sobrevivir y todo eso. Pero después acabé aceptando que por qué no iba a ser Laura Fernández una autora norteamericana de finales del siglo veinte y esta aceptación me permitió admitir que era una buena novela. Tal vez no una novela profunda, tal vez no una gran novela, eso no lo sé, pero sí una novela que me ha tenido entretenido en los últimos veinte, o treinta últimos paseos de Poncho. 

No se me ocurre mucho más que añadir. Me parece absurdo desgranar las características de los personajes, todos, al parecer, personajes frustrados que han intentado alcanzar un gran sueño, pero era un sueño tan lejano y tan alto que al final se han acomodado en el sueño y abandonado la esperanza del logro; esos al lado de otros que sí parecen haber conseguido alcanzar su sueño y sin embargo siguen siendo tristes y patéticos, porque, conseguidos sus objetivos, se encuentran con que no se sientes felices ni completos con sus logros,  y es porque tal vez esos logros eran excusas para no enfrentar otros deseos, otras necesidades. En fin, una tontería profundizar en meros personajes  de una novela que apenas toca la vida tal y como la conocemos, que, por el contrario nos aleja, nos mantiene ausentes de ella y que cuando, al final de su lectura, tenemos que volver, la olvidamos enseguida porque no hemos aprendido nada nuevo. Aunque,  al menos, no hemos padecido la realidad durante ese tiempo. Eso hemos de agradecerle. 

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