Vivo en un barrio tranquilo. La principal afición de mis vecinos macho los domingos por la mañana es lavar los coches con la radio a todo meter y los bafles encendidos para no perder ni el menor detalle del pumba pumba del reguetón de turno. La principal afición de mis vecinas hembra es gritar los nombres de sus cachorros situándose en la zona de la vivienda con mayor proyección de eco hacia la calle.
Las campanas de misa de nueve o diez –me niego a contar los domingos por la mañana– terminan por desalentar cualquier propósito de dormir la resaca. Así que me siento en el balcón con una cerveza y una caja de aspirinas y observo el ir y venir de los trapos, la alta frecuencia de los cepillos de diente sobre alguna manchita en el reluciente metal de las llantas, o el arte del gargajo sobre el parabrisas (“es mejor que el mejor limpiacristales”, se gritan de esquina a esquina).
Limpio poco mi coche. Aunque es de esos coches que no se nota que se han limpiado cuando se han limpiado. Un poco como yo mismo cuando llevo traje y aún así siempre tratan de echarme de las bodas. Pero de vez en cuando bajo dispuesto a ser un buen vecino y colaborar con el ensuciado de las calles. Es hermoso ver al final de la mañana una calle de domingo baldeada de aguas negras, salpicada de bolas de papel de periódico usado para lustrar los cristales y decorada con botes vacíos de crema para carrocerías, pinturas quita roces, aceites lubricantes, etc.
Cada vez que esto ocurre mi mujer me mira atravesado, como si pensara que me he vuelto a echar una amante. Esto me tranquiliza porque demuestra que no sabe con qué clase de mujeres puedo tropezarme esas misteriosas noches de sábado de las que está rigurosamente excluida. Si piensa que aún puedo atraer a mujeres a las que le importa la limpieza de mi coche es que, en el fondo, todavía me quiere, es una santa. Un observador metódico no tardaría en detectar que estos impulsos higiénicos esporádicos solo me sobrevienen a final de mes. Si echara un vistazo a mi cuenta bancaria, después de dudar si la coma es separador de miles o de decimales, se haría cargo de mi estado financiero deplorable. Y si me conociera mínimamente ya estaría al tanto de la despreocupación con que manejo la cartera y el abandono con que dejo caer entre o debajo de los asientos del coche monedas o billetes que mi estado de ebriedad me impide recuperar. En cualquier caso debería sospechar del entusiasmo con el que mis compañero de farra aceptan subir al coche conmigo de conductor y el desprendimiento con que se ofrecen a pagar la última en el próximo bar de la esquina después de haber declarado solemnemente en el anterior que ya no tenían ni un solo euro. Raro es que no consiga reunir, entre lo recaudado en el coche y lo recaudado en el sofá donde me quedo dormido los sábados con el cigarrillo en la boca tratando de fijar la mirada en algún documental de la 2 con la pretensión de despejarme un poco antes de meterme en la cama, algunos euros que me pagan los cafés del lunes y el carajillo de las diez que acaba definitivamente con los despojos de la resaca, preparándome para una nueva.
Ese domingo, mientras repasaba desganadamente las grietas del asiento de pasajeros, y descubría alguna nueva que en vez de enfadarme me daban esperanzas, porque eran nuevos huecos donde encontrar monedas, noté una humedad extraña, un olor desagradable y un color muy poco tranquilizador. Traté de recordar qué es lo que había pasado la noche anterior, pero lo dí por imposible, ya me había pasado diez minutos intentando encontrar el lugar donde había conseguido, el ser humano es una máquina cuya presunta pieza fundamental a veces es completamente prescindible, aparcar el coche. Mi último recuerdo de la noche era de mí mismo apagando a soplidos una quemadura del cigarrillo en el sofá y sorprendiéndome porque a cada soplo se hacía más grande. No había duda, aquello era sangre. Me palpé por todos lados buscando una herida pero era imposible que desde el asiento del conductor hubiera salpicado tan atrás –con resaca y todo aún seguía razonando con precisión científica– así que alguno de los que iban conmigo anoche sangraba y bastante, pero ¿quién era, y qué había sido de él?
¡Me encanta! Ese final es tupendo.
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