martes, 24 de marzo de 2020

Un suceso nocturno

No va a ser todo tan malo. Pero los signos no son alentadores. Anoche me desperté y no encontré las salvíficas luces del radio reloj.
Supe que eran las cuatro y cuarenta y cuatro porque tengo un reloj de emergencia, de los de muñeca, colgando por allí cerca que funciona con una de esas pilas infinitas y que tienen un botoncito de iluminación.
Me levanté a comprobar si no había luz en toda la casa o solo era un fallo del reloj, que tienen una vida limitada (este debe ser el cuarto radio reloj que he tenido a lo largo de mi vida de casado, que ya suman, ayer mismo, 29 años), y, en efecto, los otros relojes que anuncian vida en la nevera, el microondas y el horno eléctrico tampoco estaban encendidos.
Me entró pánico. Pensé, se nos viene encima el caos si al encierro obligatorio se suma falta de corriente. Me acordé de esos apagones que han habido recientemente por toda la geografía del país, generalmente a consecuencia de grandes tormentas (el año pasado mismo uno en Tenerife). Y con el probable incremento de consumo de los hogares ahora que todos pasamos las veinticuatro horas aquí metido y todos el tiempo transcurre cargando móviles, usando el microondas para calentar café, o la cocina eléctrica para cocinar las viandas, pues no sería raro que colapsara el sistema de suministro eléctrico.
Pero luego recordé que mi casa, algo antigua aunque víctima de sucesivas reformas, no ha conseguido nunca superar su humedad estructural, y esta le afecta, cuando menos nos lo esperamos, a su parte más sensible, a su sistema nervioso. Y corrí al cuadro de mandos a ver si se había bajado alguna palanca. Así había ocurrido. ¿Tranquilidad?, no, todo lo contrario.
De pronto me vi inmerso en la terrible odisea de encontrar un técnico que quisiera desplazarse hasta mi casa con peligro de ser interceptado por los vigilantes del estado de emergencia. La imaginación me llevó al límite de tener que revisar toda la instalación, desmontar habitación por habitación todo el cableado, desarmar la casa entera en busca del fallo, de la humedad insidiosa (había llovido durante la noche); nos vi, caminando desnudos y con frío bajo la lluvia llevando en brazos los gatitos que cobijamos bajo nuestro techo junto con su desconfiada madre, una gata callejera que prácticamente raptamos de su medio, todo hay que decirlo, que ella nunca nos pidió nada y bien que nos lo recuerda con harta frecuencia.
En fin. Que subí la palanca y con la indiferencia de un dios y la confianza de un hombre en la técnica del mundo civilizado, la luz se hizo. Esperé unos instantes, que fueron de una tensión terrible, por si ocurría una reacción que nos devolviera a la oscuridad y al caos, pero nada hubo.
Así que me volví a acostar. Me costó un poquito dormirme porque tantas aventuras vividas en tan breves instantes saturan la imaginación y no dejan lugar al reposo y la tranquilidad necesaria de mente para hacerle hueco al sueño. Pero fue tal mi persistencia de voluntad que conseguí desplazar toda preocupación en favor del fervoroso recitado de la serie numérica de los número naturales en orden ascendente.
No había alcanzado el quinientos cuando ya sentí que había perdido la cuenta y que muy probablemente ya había contado el 36 más de una vez y empezaba a dudar de que el cuarenta y dos fuera el que le siguiera, hasta que mi padre se me acercó y me invitó a saludar a unos amigos  que había conocido recientemente y a los que le había hablado calurosamente de mí, cosa que me escamó un poco, que mi padre siempre me miró con esa desconfianza del que, siendo de lo mejorcito, no había alcanzado ni la décima parte de lo que él hubiera esperado de uno de sus hijos. Ahí ya supe que estaba dormido, así que sin pedir perdón ni permiso me escabullí y me dediqué a pasear, que es lo que más me gusta, por los paisajes de mis sueños, que siempre son sorprendentes, e interesantes y nunca parece haber demasiada gente importuna. 

1 comentario:

  1. Un texto delicioso, especialmente el párrafo en el que el personaje alcanza el sueño.

    ResponderEliminar