sábado, 29 de octubre de 2016

Un encuentro enigmático

Al salir del hotel había un taxista esperándome. Me habló, en portugués, naturalmente, y me abrió la puerta del coche. Yo le pregunté adónde me llevaba, en español, naturalmente, y él me respondió algo, en portugués, naturalmente, que me convenció, supongo, y me metí en el coche. Bajé el cristal y le dije a mi mujer y a mi hija que se dieran un paseo por ahí, que no sabía cuándo volvería. Las dos me miraron indiferentes y comenzaron a caminar por la acera sin volver la mirada.
El taxi se puso a dar vueltas por aquellas calles, a subir y bajar, parándose de vez en cuando para que pasaran los tranvías y los turistas, que no respetaban tanto los pasos de peatones ni los semáforos como se dice por ahí.
Cruzamos el puente 25 de Abril y nos metimos luego por un barrio medio abandonado cerca de la una zona industrial hasta llegar a una plazoleta junto a un muelle y un destrozado paseo marítimo donde grupos de negros sentados en el muro miraban la ría del Tajo, hacia Lisboa, allá enfrente.
El taxi se detuvo y el taxista volvió a hablar sin sonreír. Luego se quedó mirándome hasta que comprendí que ahí terminaba el viaje. Abrí la puerta temerosamente, taladrado por las miradas de los negros que se volvían para mirarme, molestos, porque interrumpía su serena contemplación de la ciudad. En cuanto cerré la puerta de la viatura, el conductor arrancó y me quedé allí, en medio de la carretera, sin saber qué hacer, adónde ir, dónde estaba y un montón de cosas más. Crucé hasta el parque alejándome de las miradas y me puse a observar lo que hacían unos recolectores de almejas que seleccionaban directamente desde sus redes repletas las conchas más hermosas que iban metiendo en un cubo que tuvo mejores tiempos y hasta un asa metálica en alguna ocasión. A los recolectores no les gustó mi presencia y me miraron hostilmente interrumpiendo su labor. Un viejo de indefinida e infinita edad me señaló un punto más allá del parque y dijo algo, en portugués muy confuso, supongo. Yo miré hacia donde me señalaba. Se trataba de un edificio casi desmoronándose sobre sí mismo con algunas ventanas tapiadas y otras con tablas claveteadas, mas una oscurísima puerta rechazando cualquier invitación a entrar. Me dirigí remolonamente hacia allí con un incómodo dolor de estómago y una sensación soñolienta que me sugirió la idea de que podría estar durmiendo y que todo aquello podría ser un sueño. Deseé estar meándome para despertar, lo que me pareció un pensamiento estúpido.
La puerta daba a un zaguán muy breve al final del cual una empinada escalera se adentraba en la oscuridad y el silencio amenazador. No me quedó más remedio que subir.
1º Andar, decía en la primera puerta que encontré, cerrada, y seguí subiendo. En el segundo piso simplemente no había puerta y justo al llegar oí una tosecilla dentro que se me antojó un aviso de que había llegado a mi destino.
-Me alegro que esté usted de vuelta, don Riforfo - dijo alguien desde dentro, así que tuve que entrar.
-Disculpe. Es muy posible que haya una confusión en todo esto -respondí un poco a tientas mientras avanzaba en busca del poseedor de esa vocecilla de anciano achacoso. Lo encontré sentado a una mesa de aspecto completamente acorde con el resto del edificio y del barrio. Sobre la mesa había una botella de oporto en cuya etiqueta figuraba una sombra envuelta en una capa. Dos vasos la flanqueaban, el que estaba más cerca del anciano ya estaba vacío, el otro frente a la silla vacía que me esperaba, aún seguía lleno. No dudé en acercarme y tomármelo de un trago antes de sentarme. El anciano se precipitó hacia la botella y volvió a llenar los vasos.
Se trataba de un viejecito formalmente vestido, incluyendo un abrigo y un sombrero. Unas gafitas de cristales bastante sucios y un bigotito menos canoso de lo que podría esperarse.
-Mi nombre es Alvaro, Alvaro de Campos, supongo que le sonará ese nombre.
Me tomé el segundo vaso de oporto con una celeridad muy poco elegante y alargué la mano hacia la botella para llenarlo de nuevo. El anciano se apresuró a beberse el suyo antes de que yo terminara la operación y procedí a completárselo nuevamente.
-No entiendo nada. Perdóneme. No entiendo nada de lo que está pasando.
-No se preocupe. No tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro. Simplemente una conversación entre amigos. Me considero su amigo y no tengo la menor duda de que usted se considera mi amigo. ¿O, tal vez, me engaño, don Riforfo?
-Esto debe ser una broma.
-Salgamos a ver la ciudad, amigo Riforfo, no nos quedemos aquí, en este lugar fantasmal, agónico-dijo, y se puso en pie dificultosamente, cogió el bastón y se dirigió a paso lento hacia la puerta- No tenía que haberme ocurrido esto a mí. No a mí.
-Qué es lo que no tenía que haberle ocurrido, don Álvaro.
-Envejecer. Precisamente a mí, ¿comprende?. Alberto hubiera hecho un vejito magnífico, muy buen contador de historias. Ricardo, Ricardo hubiera sido un viejo muy seductor y elegante. Tal vez Fernando murió cuando debía, no lo sé. En cuando a Bernardo. Todos pensábamos que estaba muerto y lo único que hizo fue extinguirse. Pero yo, yo. No sé. No me lo merezco.
-No le entiendo, don Álvaro, ¿qué no se merece?
-Vivir, Riforfo, vivir. Es un castigo. Por mi inercia, por mi desesperación nunca realizada de vivir, se me ha condenado a vivir.
-Es usted bastante enigmático.
-No me diga eso precisamente usted, Riforfo. Usted me ha leído. Sabe que soy como usted. Únicamente consúltese a usted mismo. Y, sin ánimo de ofenderle, rece por no llegar a mi edad, es una agonía.
-Yo no le veo tan mal.
-No me sea condescendiente.
Bajamos a la calle y el taxi estaba esperándonos. Subimos y nos dejó frente a la Plaza del Comercio. No hablamos durante el trayecto.


(esto promete una conversación con don Álvaro, y un paseo por Lisboa, veremos si se cumplen las promesas)

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