martes, 22 de marzo de 2016

Fulcanelli

Me levanté, eché una meada, me vestí, llamé al perro, le puse la correa y salí a la calle. Estaba lloviendo, así que volví a entrar, me puse el chubasquero con el cubre cabezas por encima de la gorra y volvimos a salir. Seguía lloviendo. Una lluvia ligera, casi asperjada, pero que me impedía sacar el libro.
Cuando llegamos al parque arreció. Busqué un árbol grande y nos metimos debajo. El perro meó en el tronco. Llegó un señor y se puso también debajo del árbol. Le sonreí. Me saludó, “buenos días”. “Esto se acaba en un momento”, dije. “Bendita lluvia”, dijo él, “que dure todo lo que quiera”. Volví a sonreír.
El hombre sacó un bote de cristal del bolsillo y lo puso en el suelo, debajo de la lluvia. Luego volvió a refugiarse debajo del árbol. “Mucho no se va a llenar”, aventuré yo. “Lo que quiera llenar, eso me vale”. Seguía lloviendo, aceleraba, luego disminuía, y poco después volvía a acelerar. De vez en cuando una ráfaga de viento nos sacudía trayendo una cortina de agua debajo del refugio.
Yo estaba a favor del viento y el agua me daba en la espalda, bien cubierta por el chubasquero. Al hombre, que no dejaba de mirar el bote, le daba en la cara. Se sacaba un pañuelo y se la secaba. Luego volvía a meterse el pañuelo en el bolsillo después de doblarlo minuciosamente.
La lluvia fue menguando, hasta que paró definitivamente. El cielo estaba despejado. Había pasado la nube. El hombre se acercó al bote, lo cogió, lo miró a contra cielo, apena un milímetro de agua. “Suficiente”, dijo. Se sacó una tapa del bolsillo y lo cerró. Luego secó el bote con el pañuelo y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. “Se conforma usted con poco”, dije, “será usted un hombre feliz”. El hombre me miró extrañado. Luego sonrió. “No crea”, respondió, “como ve”, me mostró la camisa, blanca, algo arrugada, “llevo camisa”. No le comprendí al principio, luego recordé la historia. Sonreí. “¿Algún experimento científico?”. El hombre se puso serio. “¿Me conoce?”, me preguntó algo violento, como a la defensiva. “No. Disculpe, no es asunto mío”, reculé. Se marchó aprisa. Ya alejado, miró hacia atrás un momento. Su semblante era temeroso.
Tiré del perro y continuamos el camino alrededor del parque. Definitivamente había pasado la nube. Saqué el libro del bolsillo. La catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios. Los enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios alivio para sus sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa...

2 comentarios:

  1. Interesante, enigmático texto. La foto que pones no es del libro de Fulcanelli. ¿O sí?

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  2. La mismísima primera edición... o una de las siguientes.

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