martes, 3 de febrero de 2015

Violencia

Es curioso cómo tolera uno la violencia en la fantasía de un relato o en una película y luego en la realidad cualquier nimio conato le afecta con una sensación de peligro -miedo- que le deshace toda la construcción fantasiosa de la realidad en la que uno vive cotidianamente -como la mujer aquella a la que perseguía Ramón Llull de joven, y que un día lo citó y el mostró sus pechos totalmente carcomidos por el cáncer. A partir de ahí se le hizo real la vanidad de todas las cosas del mundo y se volvió un místico.

Estaba leyendo un relato de Carlos Marzal sobre la muerte de Rasputín. Parece que su asesino primero intentó envenenarlo con unos pasteles y con un vino ambos emponzoñados. Rasputín apenas se sintió un poco adormilado así que su asesino se hizo con una pistola y le pegó un tiro en el pecho. No fue suficiente, Rasputín recuperó el ánimo y salió huyendo. Por la espalda le pegaron otros dos tiros que erraron y luego, más lejos, otros dos que acertaron, uno en la cabeza. Aún así le golpearon la cabeza con una barra histéricamente y más tarde lo arrojaron al río helado. Cuando al día siguiente recuperaron el cadáver Rasputín tenía los brazos alzados como si hubiera intentado alcanzar la superficie.

Hace gracia leer la obstinación vital de ese hombre y la brutalidad de sus asesinos. Mientras lo lee uno es consciente de la distancia que hay entre lo relatado y uno mismo y su propia realidad. En cierto modo no cree que eso haya sucedido en el mundo real.

El otro día estaba tranquilamente comprando en el mercado, como todos los sábados, con mi mujer y mi hija. Accidentalmente, reculando para dejar pasar otro carro, atropellé a una chica. Le pedí disculpas, pero debí hacerle daño porque la chica murmuró algo a su pareja. Su pareja era un casi chandalero que empezó a insultarme. Reaccioné diciéndole que no fuera tan bruto que solo había sido un accidente no una agresión, pero el tipo siguió insultándome. Naturalmente agarré el carro y me largué. Sin embargo me sentí cobarde y la escena disolvió esa bruma de irrealidad en la que permanentemente vivo con cierta sensación de seguridad simplemente porque ignoro la realidad "real". Como soy muy cobardica imaginé de todo, que el tipo me montaría una escena en el supermercado, o que me esperaría en la calle y me apuñalaría o que llamaría a su banda de mataos para darme una paliza. Lo cierto es que esa estupidez -mi debilidad es esencialmente la confrontación con los otros- desvaneció esa bruma que uno habitualmente llama realidad y dejó la auténtica realidad desnuda tal y como es, como el mundo aquel que contaba Stanislaw Lem en El congreso de futurología cuando el personaje dejaba de tomar la pastilla.


1 comentario:

  1. Y hoy nos despertamos con otra barbaridad de los yihadistas...no eso no es fantasía

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