Los gimnooicos, a semejanza de los gimnosofistas, escuchan
la gimnopedia de Satie como la guacamaya apretando entre sus uñas una presunta
flauta, le tuerce las abolladuras, pero le lleva el arcoíris. Plenitud,
desnudos orifican.
Mucho cuidado con la yerbecita llamada yerbabuena, pues las
del sur tienden a prender mejor su vacuna. Pues hay espléndidos sirénidos de la
costa norte, que en el arco del sur comen la yerbecita, y empiezan a caérsele
punta de la nariz, punta del potrerillo y punta de los dedos de monja. Su
potrerillo, respetable tío, disminuye y hay que vigilar sus naturales salidas
del cafetal.
Amenazas de la yerbecita, y por otra parte pulpos, chernas y
calamares, que engloban y regalan raspadura negra del Averno. Chernas
fibromosas, venidas de Gijón, que después de usar el delantal durante veinte
años, endurecidas aprietan la torrecilla, gimiendo la madrecita colgada de un
perchero:
Ay mare, mi mare,
no quieres ser
muertecita
para no asustar al
niño
Al pie de mi cama tú.
La peje llamada lora, porque destella como un poliedro ascendit, en el norte la yerbecita le da
su maldición, y los pescadores, como el gato en el papel egipcio de demonio, ni
lo tocan. Pero en el sur, no hay yerbecita que se le siembre, y su carne se
regala mejor que el pago y el emperador. La costa norte es saliente,
promontorial, fálica; el sur, costero, es entrante y culiambroso. Seco y
húmedo, flauta y corno, glande sin yerba y vulva con yerba.
El teleósteo, reino del hueso, con su caballito de mar,
trueca los bronquios en branquias, y lleva el aquejado del athma (en sánscrito,
ahogo), a que le penetre una cascada por la boca y sale después furiosa por los
costados. Pero al final, las lágrimas de oro aparecen en la cámara mortuoria,
donde el Chucho, muestra su morado con eclipses azules y su cola erotigante
como la de un gato.
Exquisitos cuidados con el mundo dipnooico, entre los
batracios y las culebras, macrocosmos del fabulario. En los pantanos hacen sus
oraciones para que el apartamento encendido para una extracción urgente, sea
reconocido por raptor y el mondadientes del elevador.
El agua fresca, espejo del fisóstomo, llega hasta la gaita
del heno sexonuticio. La anguila que nadaba en el lavabo el día del registro en
Teruel, que se quiso esconder en el tubo tragante, impedida de ingurgite por el
tapón anguilar del metrón. Terrible porque vive en la tierra y en el mar. Puede
reemplazar el tapón anguilar la curva del todo el brazo y quedar estatua con el
cosquilleo entre nubes.
La morena verde,
seguimos en el espejo del fisóstomo, puede producir escoriaciones en la
torrecilla. Y la morena pintada, con
su zapote de maldición, ondula por las empalizadas con su pan con jamonada al
despedirse de la medianoche.
La cascada saluda al despertar y dentro de la cascada el dejao se despereza cantando. Delicia del
dejao, su jaula es una cascada.
El anacantos es una estrofa de la antología de los
hiperbóreos. Cómo el bacalao va a curar los males de la visión, si antes los
dañó sin conmiseración. La guasa, macilenta
y panadera, que quiere lamer los cristales del acuario, se siente hirsuta ante
el meñique noruego, que sabe siete idiomas y no pesca jamás un analfabeto.
Tribu guerrera de los plegtognatos, con el caso martillado
en las mandíbulas, entrando en combate con el martillo de Thor. El galafate,
Tiresias del mar, jocoso, que burla el sentido trágico del anzuelo, el
burlador, deja el anzuelo para los reyecitos, y vuelve a dormir en las
profundidades, llamando a su fósforo en su cero. El galafate en la cercanía del erizo, con su masa de púas, pero sin el
pulso de la clava, astuto teológico y astuto de naturaleza. El uno no muerde el
anzuelo; el otro opone la proa al sonsacamiento.
Glanis, pez aristofanesco, consultó al hechicero Bacis y
aprendió a no morder el anzuelo, después consultó a Glanis, hermano mayor de
Bacis, mejor hechicero aún, que por satisfacer la problemática nominalista,
Glanis hechicero, igual a Glanis, pez astuto, le enseñó no solo a no picar el
anzuelo, sino a comerse el gusanillo carnada. Ya maduro el pez Glanis, no
consultó a su propio nombre, y aprendió a dormir en la curva del anzuelo,
paralelizando su sueño con el hechicero pescador.
Gloriosos ganoideos, reyes de la agonía. Crepúsculo pinareño
con hilachas verdosas. Tierra de Siena para el primitivo manjuarí cuyo espinazo
se estudió en los telares del Bauhaus.
Pez fálico, opuesto a la aleta anal por juramento. Se estira en la
tierra, se estira en la agonía, se gana su muerte por estiramiento, como si
subiese por la escalinata de Hipólito del Este, muerte del principio a la
salida subterránea, del remolino al caos primigenio.
Requiem, réquiem, los tiburones solemnes lanzados al
alejandrino raciniano. Tronos para su admiración. Círculos que se abre, que se
vuelven, generosos… Peleas de tiburones, con las que Nerón quiso hacer
descansar a los toros de lidia. Tienen al mar despierto, removido, círculos
formados por los pedruscos caídos en las entrañas.
Lechuza del mar, pez diablo, terror de las metamorfosis. No
temas las pesadillas donde se echan sobre nuestras espaldas y nos golpean el
costado. Un centenar llega a nuestras costas. Empiezan a llenar de atol un mar
hecho para las canoas de hilos de araña. En el acantilado un soldado con su
novia. Enarbola su machete, van doblando las manchas, las lechuzas del mar, los
pobres diablos de las metamorfosis llevan cosidos los ceros de la muerte, los
agujeros para el halcón fulmíneo. Tu muela de cangrejo es un molino para el
trigo. Destapas la miniatura de un abismo y le enseñas el huesecillo de las
brumas.
Me reitero con el mucho cuidado de pulpos, chernas y
calamares, tu enumerativo homérico.
Alberto, rex puer.
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