domingo, 25 de mayo de 2014

El caballero sin miedo.


El caballero sin miedo es la historia de un caballero cuya fama de imbatible es tan grande que nunca consigue enfrentarse con ningún contrincante. Su escudero era tan ingenioso e inventaba tales calificativos para ensalzar sus méritos, que nadie osaba presentarse ante él para retarle.  Buscando poder acreditar su renombre se dirige a las cruzadas, junto con Godofredo de Bullón y el mismísimo Pedro el Ermitaño. Pero en aquellos parajes su fama le precede y los sarracenos huyen ante él sin permitirle herirles con su temible espada. Se aburre y se regresa a casa.
Por el camino le resulta imposible pararse a descansar, su reputación de terrible hace que todos huyan ante él, llevándose los alimentos, y no encuentra lugar para cobijarse. Avanzan penosamente –lo acompaña su escudero, el culpable de la divulgación tan eficaz de sus méritos– pues han tenido que comerse sus caballos.
Llegan hasta una zona montañosa, es invierno y deben atravesarla para alcanzar su destino y estar por fin en casa. Los pies se les hunden en la nieve, pero ascienden paso a paso, el hambre les ruge en el estómago, pero siguen ascendiendo. Están a punto de sucumbir y entonces vislumbran un tenue resplandor.
Se acercan hasta una cueva muy estrecha en donde un ermitaño cuece en el fuego un guiso de hierbas. El escudero se adelanta para presentar a su amo: “Acoge en tu cueva al más famoso caballero de occidente y también de oriente, el más terrible, cuya espada nunca ha sido batida”. El ermitaño no se deja impresionar, le informa de que el recinto es muy estrecho y que solo cabe uno y ya está dentro. El escudero se irrita y quiere repetir su anuncio utilizando más aterradores calificativos que amedrenten a aquel anciano, pero es tal su fatiga que cae al suelo y muere.
Entonces entra el caballero y le exige al anciano que comparta con él cueva y comida. El anciano, sin dejar de revolver el caldero, y apenas sin mirar al caballero, se excusa de la estrechez de su cueva y de la escasez de su comida; le informa de que hay más cuevas y si busca un poco encontrará hierbas olorosas que añadir a un sabroso potaje, incluso con sus armas podrá cazar alguna alimaña. El caballero se irrita muchísimo, agarra al anciano por los pelos. Está tan pobremente vestido que entre las costuras y los rotos puede apreciar su extrema delgadez. El anciano no se queja cuando el caballero, a pesar de su debilidad a causa del hambre y el cansancio del viaje, lo alza como una pluma y lo estrella contra las rocas. Muere sin emitir un gemido. Entonces el caballero corre hacia el caldero. Casi no cabe su enorme mole en aquel hueco. El contenido del caldero apenas le da para un bocado. Esa era toda la comida que tenía el anciano y aquel estrecho agujero era donde vivía.
Entonces lo observa allí tirado, ante la cueva, y se da cuenta de que fue el único contrincante que pudo batir. Porque aquel anciano fue el único que no tuvo miedo de enfrentarse a él. Precisamente el único que no podría presumir de tener ninguna probabilidad de vencerlo. Le pareció una ironía. Reflexionó sobre ello toda la noche. Y a la mañana se despojó de sus armaduras y las lanzó por el precipicio. Luego cavó con sus manos un hoyo para enterrar al anciano y otro para enterrar a su escudero. Y por fin se introdujo en la cueva dispuesto a llevar una vida de ermitaño el resto del tiempo que el buen señor le concediese de vida.

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