lunes, 7 de abril de 2014

Viejos Prodigio

Aceptación (Poema de Langston Hughes)

Dios, en su infinita sabiduría
no me hizo demasiado inteligente.
Por eso, cuando mis actos son estúpidos,
no Le toma demasiado por sorpresa.



Lo que más pena me da de todo es no haber sido un niño prodigio. Poder haber dicho, en las entrevistas de promoción de mi primera novela, “yo no sé hacer nada salvo escribir”. Y eso otro de “empecé a escribir a los ocho años”. Esas son cosas que me dan mucha pena. Nadie habla nunca de los viejos prodigio. Aunque tampoco sea un prodigio en la vejez, hacia la que me encamino -mi hija dice que ya hace diez o quince años que estoy en ella- a velocidad de vértigo. Y sin embargo yo no sé hacer nada, tampoco. Ni siquiera escribir. Si no son estas cositas idiotas en las que me quejo de no saber hacer nada y no haber sido nunca merecidamente reconocido por ello. Las entrevistas de escritores me parecen un fraude. Lo sé porque yo también me he hecho alguna entrevista de escritor. En una entrevista, por escrito, cualquier tontería que uno diga, como eso de que empezó a escribir a los ocho años, suena envidiable. Yo siempre quise haber empezado a escribir a los ocho años, pero estaba muy entretenido jugando a los romanos y a los vaqueros con mis hermanos y mis amigos paquito y martín, guirreando con los mocolindos, reuniendo trastos para quemarlos en las hogueras de San Juan. Y más tarde, en la adolescencia, tampoco tenía tiempo porque las tardes nos las pasábamos jugando al Consecuencia o verdad con las chicas del barrio y rezando -a esos dioses tutelares de la infancia- para que nos tocara besar a la que nos gustaba y no a su amiga, la fea, que era la que estaba enamorada de nosotros. No me gusta la escritura como profesión. No me gustan esos escritores que alardean de escribir ocho horas al día como si fuera el más honesto de los oficios. Siempre he considerado la escritura como una evasión. Todo lo que me huela a oficio y a responsabilidad, a competencia y a competitividad no puedo considerarlo como arte. Está bien como artesanía. Un artesano debe competir con los otros artesanos para poder vender su pieza. Un artesano debe pensar en la perfección por la simple razón de que si no piensa en ella no come. Me parece muy bien el oficio de escritor como artesano. Yo no quiero ejercer ningún oficio. Pero me encanta la literatura. Incluso me encantan los libros de algunos artesanos. Pero mis autores favoritos son los autores desastres, los que se volvieron locos. Los que escribían en papeletas de empeño y en servilletas. Los que no tienen estructura, ni forma definida. Los que escriben en un rollo continuo para no tener que estar levantándose para cambiar el papel. Los que tienen un alma revuelta dentro que emborrona papeles con mala letra. Esos son los míos. No soy uno de ellos, tampoco, este empeño mío en corregir mi letra me excluye -entre otras cosas que no son cuestiones a ventilar aquí ahora-, pero ellos sí son los míos. Leo las entrevistas a escritores y me desconsuelo. Porque yo nunca seré uno de esos escritores pulcros, presentables, siempre con citas oportunas, con una batería de nombres de autores para citar “sus referencias” (¿por qué nunca me acuerdo yo de ninguno de los autores que he leído en el momento en que me preguntan por ellos?), con un pensamiento claro y unos objetivos definidos y, sobre todo, con un conjunto de frases estrella que den buenos titulares. -¡Cómo te envidio Jenn Díaz, nunca te he leído, no sé si algún día lo haré, pero toda esta vomitona me viene de haberte descubierto en El Viaje a Ítaca a cuenta de ir a mirar la última entrevista de Rubén a Reyes Mate-

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