Aceptación (Poema de Langston Hughes)
Dios, en su infinita sabiduríano me hizo demasiado inteligente.
Por eso, cuando mis actos son estúpidos,
no Le toma demasiado por sorpresa.
Lo que más pena me da de todo es no
haber sido un niño prodigio. Poder haber dicho, en las entrevistas
de promoción de mi primera novela, “yo no sé hacer nada salvo
escribir”. Y eso otro de “empecé a escribir a los ocho años”.
Esas son cosas que me dan mucha pena. Nadie habla nunca de los viejos
prodigio. Aunque tampoco sea un prodigio en la vejez, hacia la que me
encamino -mi hija dice que ya hace diez o quince años que estoy en
ella- a velocidad de vértigo. Y sin embargo yo no sé hacer nada,
tampoco. Ni siquiera escribir. Si no son estas cositas idiotas en las
que me quejo de no saber hacer nada y no haber sido nunca
merecidamente reconocido por ello. Las entrevistas de escritores me
parecen un fraude. Lo sé porque yo también me he hecho alguna
entrevista de escritor. En una entrevista, por escrito, cualquier
tontería que uno diga, como eso de que empezó a escribir a los ocho
años, suena envidiable. Yo siempre quise haber empezado a escribir a
los ocho años, pero estaba muy entretenido jugando a los romanos y a
los vaqueros con mis hermanos y mis amigos paquito y martín,
guirreando con los mocolindos,
reuniendo trastos para quemarlos en las hogueras de San Juan. Y más
tarde, en la adolescencia, tampoco tenía tiempo porque las tardes
nos las pasábamos jugando al Consecuencia o verdad
con las chicas del barrio y rezando -a esos dioses tutelares de la
infancia- para que nos tocara besar a la que nos gustaba y no a su
amiga, la fea, que era la que estaba enamorada de nosotros. No me
gusta la escritura como profesión. No me gustan esos escritores que
alardean de escribir ocho horas al día como si fuera el más honesto
de los oficios. Siempre he considerado la escritura como una evasión.
Todo lo que me huela a oficio y a responsabilidad, a competencia y a
competitividad no puedo considerarlo como arte. Está bien como
artesanía. Un artesano debe competir con los otros artesanos para
poder vender su pieza. Un artesano debe pensar en la perfección por
la simple razón de que si no piensa en ella no come. Me parece muy
bien el oficio de escritor como artesano. Yo no quiero ejercer ningún
oficio. Pero me encanta la literatura. Incluso me encantan los libros
de algunos artesanos. Pero mis autores favoritos son los autores
desastres, los que se volvieron locos. Los que escribían en
papeletas de empeño y en servilletas. Los que no tienen estructura,
ni forma definida. Los que escriben en un rollo continuo para no
tener que estar levantándose para cambiar el papel. Los que tienen
un alma revuelta dentro que emborrona papeles con mala letra. Esos
son los míos. No soy uno de ellos, tampoco, este empeño mío en
corregir mi letra me excluye -entre otras cosas que no son cuestiones
a ventilar aquí ahora-, pero ellos sí son los míos. Leo las
entrevistas a escritores y me desconsuelo. Porque yo nunca seré uno
de esos escritores pulcros, presentables, siempre con citas
oportunas, con una batería de nombres de autores para citar “sus
referencias” (¿por qué nunca me acuerdo yo de ninguno de los
autores que he leído en el momento en que me preguntan por ellos?),
con un pensamiento claro y unos objetivos definidos y, sobre todo,
con un conjunto de frases estrella que den buenos titulares. -¡Cómo
te envidio Jenn Díaz, nunca te he leído, no sé si algún día lo
haré, pero toda esta vomitona me viene de haberte descubierto en El
Viaje a Ítaca a cuenta de ir a mirar la última entrevista de Rubén
a Reyes Mate-
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