jueves, 24 de abril de 2014
Adicciones
Soy adicto al enamoramiento. Si no estoy enamorado -de una música, de un libro, de una mujer...- siento una terrible desolación, la vida me parece una pérdida de tiempo carente de sentido, vivo con una sensación de vacío, de falta de importancia de todo cuanto acaece, de falta de interés por todo cuanto hago. Porque sigo haciendo, sigo leyendo, sigo escuchando música, sigo mirando a las mujeres, viendo películas, yendo a trabajar, paseando al perro, pero como si todo eso pasara por delante y yo estuviera quieto: no lo acompaño, no me acompaña, obro para que me vean obrar y sigan creyendo que soy una persona normal. Eso es lo terrible. Me siento una persona corriente, no me distingo por nada. No percibo en mí ninguna característica destacable. (¡Cuán privilegiados los que están permanentemente enamorados de sí mismos!) Porque cuando uno está enamorado, eso es una distinción, una estrella, una luz que ilumina cada paso. Tal vez los demás no lo adviertan, pero esa luz transforma el camino y hace que, al menos alrededor de uno, el camino sea de baldosas amarillas y coronado de flores multicolor, y hay un sol radiante en un cielo azul. Y sí, es lo mismo estar enamorado de una música -que no puedes parar de escuchar a todas horas-, de un libro -que no puedes dejar de leer hasta no dormir-, o de una mujer -que no puedes dejar de mirar, de querer estar con ella, de que te hable todo el rato-. Estar enamorado es un remedio alucinógeno que te hace ver el mundo multicolor, como en aquella novela de Stanislaw Lem, El congreso de futurología. Y no estarlo es volver a salir al mundo tal y como es sin la pastillita, un mundo, para los que no hayan leído la novela, semejante a ese mundo real que hay arriba, sin Matrix (¿Por qué narices quieren salir de Matrix?)
La fe también es un enamoramiento. Pero un enamoramiento de esos frustrados, en los que ella no te quiere, pero tú te empeñas en seguir amándola porque sí, porque es ella o nada. Como Dios, ella no responde nunca a las súplicas. Como Dios, ella creó el mundo en siete días -los que estuvo contigo- y luego desapareció y te dejó ya fuera del paraíso, con la manzana medio mordida y poniéndose negra. Pero tú, pobre cristianito, no perdiste la fe, y como Charlot, en aquella película, (nunca me acuerdo cómo se llamaba), te alejas de las puertas cerradas, cabizbajo, rumiando tu mala fortuna; pero de pronto te incorporas, recompones la figura, y continúas con ese pasito juguetón, pensando: bueno, ya me tocará volver, esperaré, con paciencia, al Juicio Final.
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Este texto, es sin duda uno de los más hermosos que he leido ultimamente. Muchas gracias por tener su blog en abierto.
ResponderEliminarGracias por uno de los comentarios más estimulantes que he recibido en los siete años que llevo rayando este blog.
ResponderEliminarComparto opinión... Y digo exactamente lo mismo: cuando uno está enamorado, eso es una distinción, una estrella, una luz que ilumina cada paso.
ResponderEliminarMe ha encantado.