viernes, 8 de noviembre de 2013

Todo sobre sexo



Descubrí el sexo a los siete años, a través del escote de la profesora sustituta de la Señora Directora, que era la titular. No recuerdo el nombre de la Señora Directora, aunque ya adulto hecho y derecho advertí que sí que recordaba su cara, al cruzarme con ella, ya muy anciana, mientras yo paseaba al perro. Se detuvo a hacerle cosquillas al animal y no pude reprimir el gesto de pisarle la cola al chucho para que con el cabreo le soltase un chasquido a la Señora Directora que tantas palmetas había estrenado en mi inocente mano por mi obtusa cabeza. La sustituta era, como debe ser, muy cariñosa con los niños, incluidos los de la mesa del fondo que, durante su estancia, nos comportamos modélicamente. Tenía aquella señorita la agradable costumbre de inclinarse para corregir nuestros escritos, y al hacerlo nos daba la oportunidad de atisbar por dentro de su escote. Casi no miento al decir que aún recuerdo la emoción de ese descubrimiento, que en aquellos momentos ni siquiera era capaz de explicarme. Aquellos trozos de carne que pendían y pendulaban mientras ella tachaba implacablemente mis faltas de ortografía me provocaban un éxtasis que me duraba días y que me hacían echarla muchísimo de menos cuando faltó definitivamente, recuperada la Señora Directora de su, compasiva con ella cruel con nosotros, enfermedad.
La vida sexual de mi adolescencia y juventud caben en una sola palabra: pajas. Durante ese tiempo me enamoré de muchas chicas y muchas de ellas lo supieron de  viva voz, y a todas las que lo supieron les encantó saberlo, y me comunicaron que era bueno que así fuera. Desde esa época conservo un odio feroz a las conjunciones adversativas.
Conocí a mi mujer ya terminada la carrera y sin excusa para eludir el cuartel. Estuvimos de noviazgo un año. Hasta que a ella le pareció que no podía soportar más el hosco gesto de mi madre por no ir a dormir a casa cuando libraba del servicio, y nos casamos.
Nos casamos ya maduros los dos. Ninguno teníamos mucha experiencia. Yo aprendí lo que sabía sobre sexo haciéndome pajas mientras veía películas pornográficas y ella aún no sabía nada al respecto.  Al principio de nuestras relaciones podría decirse que todo iba bien. Yo la recorría de arriba abajo y de adentro afuera, levantándola y moviéndola como si fuera una muñeca hinchable, y ella llegaba a tener sus orgasmos también, no crea. Alguna vez hasta obtuve el premio de un gemidito por lo bien que lo había hecho, naturalmente algo extraordinario que ella me regalaba involuntariamente. Pero poco a poco me fui cansando de aquel paisaje, como uno se cansa de su ciudad y acaba siempre paseando por las mismas calles. Y así llegué a una rutina, limitando mis visitas a unas pocas partes de su cuerpo y llegando cada vez más pronto a la penetración. Al final casi me quedaba quieto sobre ella y esperaba la llegada del orgasmo como quien observa pacientemente la entrada de un barco por el puerto, mientras realizaba movimientos imperceptibles. Pero lo mismo que pasa con las ciudades que uno conoce, un día llega alguien de fuera que lo mira todo con ojos nuevos y le descubre a uno las maravillas que ve todos los días al pasar de largo, pero no se entretiene en apreciar. Ella conoció a un tipo que se comportaba como yo al principio, solo que él era otro. Y ella reaccionó de una manera nueva con él. Y cuando volvía a casa, ilusionada con todo lo que había descubierto, lo ponía en práctica conmigo en un sincero propósito de compensarme todos aquellos años que habíamos perdido, según ella. Empezó a realizar sus quiebros, que luego se volvieron movimientos y más tarde casi un baile que ella realizaba entorno a mí, y ahora era yo el que me quedaba quieto y ella me exploraba por todas partes, me obligaba a levantarme y darme la vuelta y subirme por allí y bajarme por allá. Pero yo ya estaba habituado a mi nueva modalidad sexual y aquello no me gustaba. Así empezamos a distanciarnos.  Nuestro amor seguía imperturbable, pero acabamos siendo completamente incompatibles en la cama.  Ella continuó con su amante que le trajo de un viaje a la india un Kamasutra en el que sólo se entendían los dibujos, y se dedicaron durante más de un año a aprenderse todas aquellas posturas que yo no veía más que como estorbos para una sana práctica sexual. Ella, por las noches, se empeñaba en explicármelas tratando de lograr mi colaboración, pero para mí aquello ya no tenía atractivo. Poco a poco se fue cansando y por las noches apenas hablábamos de literatura y de ajedrez, actividad esta segunda que a mí tampoco me interesaba y que ella también había descubierto con su segundo amante, un jugador de ajedrez profesional que pasaba sus vacaciones en la ciudad y que en uno de sus viajes le trajo un antiguo volumen chino sobre las prácticas sexuales en el viejo imperio. Estaba escrito por un francés y las descripciones sexuales habían sido transcritas en latín para no correr el peligro de que los niños se perdieran ojeando aquel librito, si el demonio tenían la mala idea de acercarlo a las manos de uno de estos inocentes. Como ninguno de los dos sabían latín, tuvieron que pedirle a un íntimo amigo cura que se lo tradujera, y el sacerdote, hombre del renacimiento que tenía muchas habilidades y una mente muy abierta, no sólo se lo tradujo en un estilo impecable, sino que se preocupó de ilustrar los pasajes más complejos con unas figuritas que representaban a un monje y una monja practicando el coito sin deshacerse de los hábitos. Penosamente, unos meses después de finalizar las traducciones, encontraron al sacerdote colgado de una viga de la casa de la iglesia, con la tenebrosa peculiaridad de que antes de colgarse se había seccionado el pene con unas tijeras podadoras. El segundo amante de mi mujer sufrió una terrible depresión a causa de aquello, lo que le hizo perder muchos campeonatos y al final verse obligado a retirarse de la competición para dedicarse exclusivamente a jugar simultáneas por las ciudades donde lo invitaban. Su carrera cayó en picado, pasando de ser contratado por instituciones ajedrecísticas a serlo después por colegios y por fin por asilos de ancianos, donde enseñaba a las viejecitas  mientras hacía la vista gorda cuando lo viejos, que solo se apuntaban para eso, les metían mano.
Para entonces mi mujer había conocido a su tercer amante, un contorsionista, con el que terminó la lectura de las traducciones del monje y comenzaron nuevas investigaciones. Fue entonces cuando ella decidió que nuestro matrimonio no tenía sentido y me comunicó que se marchaba con su contorsionista a recorrer el mundo en el circo en el que aquel muchacho trabajaba. Yo quedé solo, padeciendo su abandono hasta que me trasladaron a un depósito de cadáveres, no como muerto sino como empleado. Fue precisamente en la época aquella tan trágica que tuvo nuestra ciudad con la ola de suicidios de adolescentes a causa de un programa de televisión transgresivo y criminal que las conminaba a rebelarse contra su destino precisamente asesinándolo. Muchas chicas se tomaron la orden por ese lado, si estabas muerta, ya no habría destino. Otras, simplemente tomaron el rumbo de sus vidas, que era lo que pretendía el programa. El presentador se llamaba Sergio Ruandés, un negro alto, guapo, que se había hecho famoso como el primer presentador negro de este país que se había hecho famoso. Había habido otros presentadores negros, sobre todo jovencitos, en programas musicales, que, en cuanto alcanzaban una edad suficiente como para no poder aplicarles ese calificativo, dejaban el programa. Por cada suicidio, Sergio R. era demandado y el programa aumentaba de audiencia, hasta que un padre enloquecido le atacó con un martillo en plena calle, a la salida de los estudios y todo aquello terminó, incluyendo Sergio. Le he dedicado estas líneas inmerecidas porque me proporcionó la época más feliz de mi vida. Cuando llegué a mi nuevo destino y vi aquella sala llena de estanterías con cuerpos jóvenes, apenas dañados y muchos de ellos sin autopsia porque la causa de su muerte resultaba evidente al primer lavado de estómago – muchas de ellas optaban por las pastillas que robaban a sus padres o a sus hermanos distribuidores en fiestas rave – me costó mucho reprimir un gesto de euforia que se manifestó en desbordamiento lagrimal afortunadamente mal interpretado por mi jefe: “aquí no hay lugar para sentimentalidades, amigo, si no cree que pueda soportarlo, será mejor que lo diga ahora y buscamos a otro”.

5 comentarios:

  1. Pero qué buena entrada, me mató varias veces. La compartiré con los míos.

    ResponderEliminar
  2. Gracias. A mí también me venía pareciendo simpática.

    ResponderEliminar
  3. No describes las alegrías de tu nueva ocupación, pero conociendo tu sentido del humor se las puede uno imaginar. Me ha gustado el texto.

    ResponderEliminar
  4. Bueno, sinceramente, no me parecía prudente ir más allá. Y que esas lagrimitas me parecían un final perfectamente cínico.

    ResponderEliminar
  5. Pues sí, es un final perfectamente cínico. Yo tampoco lo hubiese llevado más allá: me parece que termina perfectamente, en el momento justo, con la leve insinuación de las inclinaciones necrófilas del protagonista. es un final duro, áspero, no creas, que habla del fracaso de la vida sentimental del tipo.
    El relato es engañoso: empieza con grandes dosis de humor al principio pero luego va descubriendo su lado más amargo, que lo tiene, y muy acentuado.
    Yo diría que ese es el mejor adjetivo para calificarlo: amargo.

    ResponderEliminar