En mi infancia y adolescencia, casi nunca salíamos de vacaciones. Nos pasábamos la mitad del verano en el Carrizal, donde mi madre podía descansar un poco gracias a la ayuda de mi abuela. Nosotros éramos cinco chicos, todos muy seguidos, y ya te puedes imaginar el trajín que era para mi madre el llevar la casa con cinco bestias, más mi padre que cuando estaba en casa parecía un mueble ardiendo. Ardiendo porque fumaba como un tren. Ahora, eso sí, muy manejable. Mi madre le decía, ponte aquí y allí se iba él con sus cigarros, su cenicero y su periódico o su libro, que mi padre leía a toneladas.
La otra mitad del verano nos quedábamos en Las Palmas y mis tíos aprovechaban para que le echáramos un vistazo a su casa mientras ellos estaban en el sur, en la península y hasta en el extranjero. Nunca se les ocurrió invitarnos a pasar una temporarita con ellos, decían que es que éramos muchos y que tampoco era cuestión de invitar a unos y dejar a los otros colgados. Pero ya que estábamos en la ciudad y no teníamos que ir al colegio, que tampoco perdíamos nada echándole un vistazo a la casa de vez en cuando que estaban los tiempo un poco revueltos y no era cosa de dejarla abandonada un mes entero.
Yo era el niño bueno entre mis hermanos, así que era a mí al que le tocaba mayormente esa labor. Y no me desagradaba. Tampoco había nada que hacer durante las vacaciones. Tenía pocos amigos y esos también solían desaparecer en vacaciones. Además a mí me encantaba ir a la casa de mis tíos. Comparada con la nuestra era un palacio. Todo parecía más reluciente allí, más limpio, más elegante. Me encantaba entrar con la llave como si estuviera entrando en mi propia casa. Y pasearme por los pasillos y comerme cualquier cosa que hubieran dejado en los armarios por despiste, un chocolate, unas galletas, lo que fuera. Lo registraba todo. Sobre todo el cuarto de mis primas.
Mis primas tenían edades cercanas a la mía, una mayor y otra algo menor. Las dos estaban buenísimas. Pero eran extraordinariamente distantes con nosotros porque “no éramos de su clase”. La inspección de su cuarto la dejaba para el final. Y allí me entretenía un buen rato en su cajón de la ropa interior. Aspirando los aromas de sus bragas y de sus sujetadores. Naturalmente era ropa limpia así que no podía oler a ellas y además mi tía acostumbraba a poner en todos los armarios esas bolsitas que decía que daban un olor a … naftalina. Con una de esas braguitas me iba al elegante baño donde las imaginaba a ellas en pelotas duchándose o sentadas en el mismo retrete en que yo me estaba haciendo en ese momento la paja. Esas son las mejores pajas de mi adolescencia y si hay algo que de verdad eche de menos de la adolescencia son esas pajas.
El desengaño me llegó a los veinte años, cuando ingresé en la universidad. Hasta entonces había tenido algún escarceo con chicas, pero nunca había pasado de meterles mano por encima de la ropa y recibir un cachetón. Así eran las chicas de mi tiempo a las que yo tenía acceso. –Muchos años después, ay, demasiados, el coronel Riforfo Rex descubrió que habían otro tipo de mujeres– Pues en la universidad salí con algunas que me dejaron llegar a sus partes blandas. En particular la que hizo añicos las veleidades de mi subconsciente aceptó mi invitación al cine a ver una peli medio erótica que estaba de moda en aquellos días en los que todavía se hablaba de cine erótico. Yo estaba muy nervioso porque no esperaba que la chica aceptase mi invitación. Aquella mujer tenía un cuerpo algo escurrido pero que se había dejado magrear por todos mis amigos y hasta entonces me había excluido de ese beneficio. Tuve que esperar a que saliera con todos y con todos rompiera para que se fijara en mí. Fui paciente como un depredador que espera a que su presa tenga un momento de desfallecimiento y salté encima. Aceptó, ya digo, y yo no tenía planes para cuando eso ocurriera. Así que recurrí a lo del cine. Nos sentamos en la parte de atrás y no se habían apagado las luces cuando ya sentí su mano hurgándome en la bragueta. Tuve mucho miedo a que los nervios me traicionaran, pero la chica no estaba dispuesta a dejar que eso ocurriera; al mismo tiempo que con una mano estimulaba mi polla, con la otra dirigía mi propia mano hacia su sexo. Ella llevaba una faldita hasta medio muslo y no me fue muy complicado descubrir que no llevaba bragas. Yo no sabía qué hacer con este descubrimiento pero ella notó enseguida que lo había descubierto y comenzó a mover la mano con mayor frenesí al tiempo que me chupaba frases cochinas en las orejas. Entre ellas estaban las instrucciones de lo que debía hacer con mis dedos y yo seguía al pié de la letra tales instrucciones.
Acabé mucho antes que ella y mientras ella se limpiaba las manos como los gatos, seguía gimiéndome que continuara como lo estaba haciendo cada vez más aceleradamente hasta que un horrible mordisco en el lóbulo me indicó que había llegado a alguna parte y se quedaría allí descansando un momento.
Cuando salimos del cine yo tenía sangre en el cuello y el hombro y el acomodador del cine nos miró como si fuésemos la vampira y su víctima a medio chupar. De camino a su casa aún nos paramos unas cuantas veces donde quiera que podíamos hurtar nuestros cuerpos entre las sombras y también fue esa noche la primera vez que estuve a punto –después vinieron otras muchas veces que estuve “a punto”- de echar un polvo en toda regla, pero no llegamos a culminar el acto debido a lo inapropiado de los lugares, y a mi inexperiencia. Tal vez a causa de ella no me cogió el teléfono al día siguiente y eludió mis saludos el resto de la semana. Poco tiempo después empezó a salir con uno que acostumbraba a asaltar a los estudiantes a navaja en los alrededores de la universidad y al mes dejó de venir a clases.
Esa noche en la cama, oliéndome los dedos, descubrí que las mujeres no huelen a naftalina.
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