domingo, 17 de marzo de 2013

Riforfo Rex asesinado

Todo comenzó porque una novia que no llegué a tener me había dejado sin la posibilidad. Me afectó mucho lo que derivó en que escribiera como un loco arrebatado.

Primero le escribí a ella, luego me escribí a mí mismo, luego escribí al público en general con la no muy consciente intención de que le hicieran llegar a ella mis mensajes. Luego volví a escribirme a mí. La conclusión que obtuve de todo ello es que absolutamente nadie me leía, ni yo mismo, que tiraba los papelitos en que me escribía a la basura una vez que los había cubierto de letritas por delante y por detrás.

Ella nunca me respondió a ningún mensaje y en cuanto a los post del blog, ni un solo comentario, lo cual es lógico porque el número de visitas era bajísimo y mis cuatro amigos ya están un poco hartos de mis tonterías. Así que decidí dejar de escribir. Y lo simbolicé en un post en blanco en el que solo podía leerse:

 SIN COMENTARIOS y la fecha.

Pues ese post tuvo un comentario. Así es la vida de absurda. Así es la literatura de absurda y por esa razón se fue a comer peces en su propio hábitat el amigo Martin. El tío se declaraba mi ferviente admirador y en su comentario alababa de una manera tan retorcida mi post en blanco –sin título– que obviamente pensé que me estaba mandando a tomar por culo.

El tío venía a decir que mi post en blanco era la mejor obra que había escrito y que podía quemar todo lo anterior. Visto desde un evidente cinismo, la crítica no resultaba muy halagadora para el resto de lo que podríamos llamar Mi Obra.

No perdí el humor y le contesté, medio en broma medio en serio,  con un resumen de las circunstancias que habían llevado a mi novia a abandonarme, pues lo cierto es que ella decía que no podía soportar que yo la quisiera tanto.

Pues mi ferviente admirador no se tomó tan a broma la historia como yo esperaba, e insistió en que mi deber, después de haber alcanzado, según él, el culmen de la Literatura Universal, era acabar con mi vida para no correr el riesgo de echarlo todo a perder. Exactamente lo que mi novia esperaba que hiciese para demostrarle mi amor en toda su medida.

Y, lo mismo que reaccionó ella, reaccionó mi ferviente admirador,  cuando claramente manifesté mi parecer acerca de lo excesivo de sus pretensiones: se comprometieron a matarme. Ella enviándome a unos amigos del gimnasio que por un polvo con ella harían lo que fuera –supongo que no le dio tiempo de cumplir su amenaza, lo siento por ellos–, y mi ferviente admirador, no disponiendo de un cuerpo tan apetecible quizá, comprometiéndose a realizarlo por sí mismo.

No me lo tomé en serio, a decir verdad, y tal vez cometí una imprudencia con el desconocido al sugerirle que, si planeaba asesinarme, que, por favor no fuera delante de la puerta de mi casa; no por los vecinos que apenas prestan atención a nada de lo que ocurre en la calle, sino por la falta de glamour del entorno. Mi propuesta incluía la inversión a fama futura de que alquilaría una habitación en el Hotel Madrid, uno de los hoteles con más solera de que disponemos actualmente en la ciudad –me gustaría cobrar esta publicidad en negro, si no les importa– para que pudiera cometer el magnicidio ante su puerta.

Al cada vez más ferviente pero menos admirador le pareció un exceso de megalomanía que yo me atribuyera el sujeto de un magnicidio, y su amenaza se volvió realmente insultante –mearse en mi retrato es realmente ofensivo.

Y así fue como llegué aquí. Todos los jueves me reunía con unos amigos a tomarnos unas copas, comer excesivamente y hablar de literatura, mujeres, política, y cualquier otro tema que no rozara lo sentimental, como solemos hacer los auténticos hombres.

Yo solía llegar el primero porque tengo la sumisa costumbre, herencia de una educación muy pobre y una timidez muy rica, de llegar puntual a las citas. Me tomaba una cerveza en lo que los amigos decidían que era conveniente comparecer y luego salíamos juntos en busca de algún local que ofreciera una carta interesante, lo cual cada vez costaba más debido a las modas.

Pues no acabábamos de salir por la puerta cuando se me acerca un tipo gordo con cara de zangolotino que me entregó un libro sin mediar palabra –El guardián entre el centeno, ¿cuál otro?– y luego me apuñaló con un enorme cuchillo de cocina en el cuello, lo que hizo que me desangrara casi en el momento.

El resto, supongo que lo contarían en los periódicos.
                                                               Lugar de los hechos.

3 comentarios:


  1. ¿No se te ocurrió jurar que ya no seguirías escribiendo más para dedicarte a la construcción de dioramas bélicos y escribir con pseudónimo?

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  2. ¿Y privarme de entrar en la historia de la literatura como primer escritor canario asesinado por un fan a las puertas del Madrid? No. (Cobré por adelantado la comisión que apalabré con aquellos nobles empresarios)

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  3. Este texto está muy bien. La viveza y fluidez de una historia simpática y bien contada, y además de una manera poco habitual.

    Y el anterior, que me niego a manchar poniendo un comentario mío es estupendo, porque es un texto donde la verdadera obra son los comentarios. Cojonudo.

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