martes, 2 de octubre de 2012

Supermán Pérez



Mi padre me lo dijo el día que cumplí los catorce años: mira hijo, tú en realidad no eres hijo nuestro. Ocurrió, hoy hacen exactamente catorce años, que una gran piedra cayó del cielo. Hizo un hueco tremendo que luego aprovechamos para construir el embalse ese de ahí detrás. Pues dentro de la piedra estabas tú. Ni más ni menos. Osea que viniste del cielo. Todas esas facultades que tienes, y que siempre te hemos recomendado que ocultes lo mejor que puedas, no pertenecen a este mundo. Ahora ya lo sabes. Quizá estés predestinado para hacer grandes cosas. Quizá sólo seas un exilado del espacio exterior, un emigrante interestelar. En fin. Utiliza tus capacidades para hacer el bien. Y sigue procurando no revelarlas demasiado si no quieres acabar en uno de esos manicomios de tipos raros en los que terminan siempre los tipos raros de Expediente X.
Y así fue como me hice oficinista. Administrativo, se dice ahora, pero oficinista queda como más neutro, más oscuro, como de menos valor. Porque lo que hago no sirve para nada. Trabajo en un despacho varios niveles por encima del nivel de la calle, tanto figurativa, como realmente. Los documentos que manejo sólo tienen relación con hechos reales en un segundo o tercer grado. Documentos que hacen referencia a documentos que hacen referencia a documentos que en algunos casos hacen referencias a hechos reales como que alguien tenía que mover una determinada caja desde un lugar en una estantería hasta otro lugar en otra estantería. También trato con documentos que hacen referencia a documentos que hacen referencia a documentos que informan que aquella acción no se realizó o se realizó con posterioridad o anterioridad a lo especificado en el documento original. En fin. Quizá me tomé demasiado a pecho el consejo de mi padre de no manifestar en exceso mis capacidades. Sin embargo en este despacho no temo en absoluto que alguien descubra mi verdadera personalidad. Nadie pasa nunca por aquí. En realidad dudaría que alguien supiera que existe esta oficina si no fuera porque siguen llegando documentos que hacen referencia a documentos que ... etc. No he dicho que yo también genero documentos, que a su vez hacen referencia a aquellos que recibo. Este trajín de entrada y salida de documentos se realiza vía buzones. Tengo un buzón de salida y otro de entrada. Cada cierto tiempo abro el de entrada y recojo un paquete de documentos que deposito sobre mi, a menudo, atestada mesa. No atiendo al trabajo, lo reconozco, con la diligencia que requiere. Sin embargo esto es una apreciación mía, porque nunca he recibido, ni directa ni vía un documento específico, ninguna queja. Cada cierto tiempo empleo mi super velocidad y resuelvo todo el papeleo acumulado y luego me dedico a hacer otras cosas. Escribo, dibujo, observo con mi super visión lo que ocurre en la calle. También he tratado de observar en los despachos vecinos, pero los muros que nos separan tienen un alto contenido en plomo que por alguna razón me impide la superobservación.
Cuando me aburro de estar sentado aquí abro la ventana y me tiro por ella. Es otra de mis supercapacidades, vuelo. Yo más bien creo que es la confianza que pongo en el acto de abrir la ventana y lanzarme fuera sin titubear. No dejo que mi mente se pregunte si es lo adecuado salir como si tal cosa por la ventana, sencillamente lo hago. Quizá por eso no caigo, sino que avanzo en el aire, y luego ya tomo una corriente que se eleva y me impulso hacia arriba, por encima de los edificios. Lo que me gusta es observar la ciudad desde el aire. Auténtica vista de pájaro. Sin medios mecánicos que me sostengan. Lo cierto es que hasta los propios pájaros me miran sorprendidos, casi diría que molestos de verme ocupar su espacio de aire durante tanto tiempo.
Voy de allá para acá mirando las azoteas y las basuras que la gente acumula en ellas, las azoteas de los viejos edificios son las que más me gustan; volar por encima de Vegueta es como volar por el pasado porque las azoteas siempre permanecen aun cuando las fachadas y los interiores se modifican. También miro por las ventanas de los últimos pisos de los edificios altos, y si alguien me descubre disimulo sacándome el pañuelo y haciendo como que limpio el cristal. Una vez vi a un jefe tirándose a su secretaria sobre la mesa del despacho, como en las películas, la lástima es que lo que tenía enfrente era exactamente el peludo culo del tipo con los pantalones bajados moviéndose hacia adelante y hacia atrás. Cuando toqué en el cristal y el tipo miró por encima del hombro con cara de susto, me dio la risa pensando lo rápido que se le habría bajado la erección y la desesperación de la chica al ver que aquello se iba a terminar dejándola a medias.
Otras veces sencillamente recorro las calles a treinta o cuarenta metros sobre el suelo, tratando de identificar alguna dirección desde lo alto. A veces, solo a veces, invado la propiedad privada posándome en alguna azotea a observar en el interior de algún cuarto que me llama la atención.
Después de estar volando un rato vuelvo a mi despacho entrando por la misma ventana por la que salí y trato de continuar mi trabajo, que en realidad es no hacer nada a la espera de que llegue la hora de salida.
Lo cierto es que no me desespero particularmente en esta espera, pero tampoco me demoro en cuanto se hacen las tres en salir por la puerta del despacho, saludar a mis compañeros que me imitan lacónicamente y meterme en el ascensor junto a ellos. En diez años que llevo trabajando en esta empresa -de la cual he olvidado ya hasta el nombre y su verdadero objetivo comercial- nunca nos hemos dirigido la palabra para algo más que el saludo matutino y el vespertino. Tampoco he observado nunca en ellos un ligero cambio en su estricta vestimenta. Sospecho que son trabajadores serios y ordenados que probablemente mantendrán la documentación de entrada y salida al día, y me sonrío imaginándome en comparación con ellos, descamisado y jugando a imitar animalitos en mi despacho mientras dejo que se vayan acumulando papeles. A veces incluso me da por desvestirme completamente y revolcarme desnudo entre los papeles esparcidos por todo cuarto. Me excito  y acabo masturbándome sobre la mesa y limpiándome con cualquier albarán. Imaginando esto, una vez se me escapó una risita en el estricto silencio del ascensor en descenso. Ambos me observaron muy serios durante unos segundos y por unos instantes quise entender que luchaban por relajar sus serios rostros y dirigirme la palabra. Entonces se detuvo el ascensor y nos precipitamos los tres fuera en el mismo silencio.
Al salir del edificio me despojo de la chaqueta. Para mí es un símbolo. A partir de ese instante olvido completamente lo ocurrido en esa mañana. Y este olvido se suma al olvido de todas las mañanas de días laborables de diez años atrás. Desde el lado de la calle todas esas mañanas para mí están completamente en negro en mi memoria. Y sólo las recupero cada mañana al entrar de nuevo en mi despacho. De vuelta a casa me siento absolutamente una persona. Desde el despacho mi concepción de mí se limita a aquel despacho, más allá del cual solo puedo pensar en mí como un escapado que necesariamente acabará volviendo. Ya en la calle, el horizonte es mucho más amplio para mí y las posibilidades de qué hacer con mi vida mucho más numerosas. Sin embargo esto no significa que realice grandes gestas. Me limito a volver a casa en guagua, dormir, leer, meditar, ver la tele o ir al cine. Esa misma sensación de libertad, de poder hacer, me inhibe de utilizar mis poderes por miedo a ser descubierto y tratado como un tipo raro. No es que viva en permanente miedo a ser descubierto, al contrario, sencillamente ignoro todas las potencialidades extrahumanas que poseo en favor de una vida tranquilamente libre y particular.

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