miércoles, 10 de diciembre de 2008

Un experimento metodológico

Igual que el universo no sabe, no puede saber nada, de lo que está más allá de sus propios bordes, yo no puedo saber nada de lo que está más allá de mis percepciones y de mi imaginación. Limitándonos al simple hecho de hacer cosas, hay muchísimas cosas que no hago porque sencillamente nunca me he imaginado haciéndolas y nunca se me ha ocurrido que esté a mi alcance tal posibilidad. De repente un día tengo una revelación y entonces todo un mundo nuevo se me abre. Un mundo nuevo que siempre ha estado ahí, que para los otros es tal vez una situación ya cotidiana y sin interés, y que para mí se me revela como las famosas zonas en blanco de los mapas del siglo diecinueve.

Pienso mucho en esto y me angustio pensando la cantidad de experiencias que dejo de disfrutar sencillamente porque aún no ha ocurrido esa azarosa "revelación" que me las desvele como posibilidad. Esta es la razón que me ha llevado a elaborar un método que propicie esas revelaciones, o más bien, que las sustituya, porque un método evita el azar y va directamente. Es cierto que el resultado es menos artístico, más profesional, un atributo que a mí particularmente me provoca malestar, pero efectivo, produce un resultado en el momento en que uno lo desea.

El método no es nada del otro mundo, como por otra parte lo son todos los métodos, una cadena de trivialidades que llevan a la solución del problema con tal que se apliquen ordenadamente. Pues bien, si el objetivo es tener una experiencia que yo no tendría nunca, sencillamente porque yo nunca la habría imaginado (no porque la experiencia sobrepasara todo hecho imaginativo, sino sencillamente porque no habría caido en el foco de mi imaginación y permanecería en la sombra por más trivial que fuese), tendría que empezar por imaginar qué es lo que no me imagino nunca haciendo, aunque haya pensado en ello alguna vez, y hacerlo. Como yo soy muy rijoso y este es precisamente el origen de muchos de mis momentos angustiosos, imagino por ejemplo que no me veo acercándome a una chica y tratando de entablar relación con ella de forma intencional - soy extraordinariamente tímido, por lo que mis relaciones sexuales, satisfactorias por otra parte, se limitan a lo que mi mano derecha pueda hacer por mí - así que el punto de partida es forzarme a acercarme a una chica y ver qué pasa.

Estaba en el Tagoror con un amigo, era jueves y nos estaba permitido tomarnos unas cervezas y comer como romanos. Una muchacha, no jovencita, entra en el bar completamente sola y se sienta a una mesa próxima a la nuestra. Se pide una cerveza y se enciende un cigarrillo, ademanes seguros e insinuantes. Ambos convinimos en que la mujer esperaba. Yo apostaba a que la espera era en abstracto, mi compañero estaba seguro de que un hombre aparecería en cualquier momento. Naturalmente el deseo por aquella mujer me surgió al instante, y muy poco después la desesperanza de conseguirla. Intercambiamos algunas frases sobre sus cualidades y luego continuamos con nuestros temas habituales, aprovechando cualquier pausa para echarle un nuevo vistazo. En mi subconsciente, la reflexión de arriba estaba siendo revisada nuevamente y tras un rato de conversación distraída, algo en mi interior hizo click. Contrariamente a mis hábitos, inimaginablemente, diría, me levanté y me acerqué a la mesa de la mujer.

"Disculpe, me gusta usted, y me preguntaba si tendría posibilidad de acompañarla durante un rato tomándonos unas cervezas y fumándonos uno de sus cigarrillos". Las palabras salían de mi boca casi al dictado de un apuntador. Ella me sonrió y de alguna manera admitió que mi hipótesis de espera abstracta era correcta. Me senté y hablamos. Ella expuso temas en los que yo nunca había ni pensado, pero traté de seguirle la conversación con soltura. Al cabo de un rato mi amigo se despidió - admirado de mi iniciativa - y yo, jamás lo hubiera hecho en otra circunstancia, lo dejé ir.

Continuamos hablando la mujer y yo. Era fácil, ella tenía un caudal infinito de ideas vanales que exponerme y yo no soy mal oyente. Para no aburrirme me entretenía en la contemplación de sus rasgos, evitando en lo posible aquellos que no me resultaran atrayentes. Sus labios por ejemplo, carnosos y amplios, me estimulaban muchísmo. El maquillaje le daba a su tez una tersura homogénea que también resultaba muy agradable y unos ricitos le decoraban las orejillas con mucha gracia. Cuando podía escabullirme de su mirada, bajaba mi vista hacia sus pechos que se me mostraban con generosa cortesía gracias al amplio escote de su vestido. Tras un rato de conversación ella propuso que nos trasladáramos al Mendizábal, un lugar al que yo nunca hubiera entrado por lo cual acepté encantado. Graciosamente, al salir del Tagoror ella me tomó de la mano y yo deseé tomarla de la cintura. Jamás me hubiera atrevido así que allá fue mi brazo, que se prendió en esa deliciosa curvatura y la atrajo hacia mí. Así accedimos al pub, apelativo horrible que nunca se me ocurriría aplicarle a ninguno de los locales de ocio nocturno que tengo por costumbre visitar.

Como en la cafetería había pagado yo las cervezas, ella se ofreció invitarme a un wisky, nunca bebo alcoholes destilados, así que acepté. Mientras bebíamos, un poco apartados de la zona donde la gente se revolvía al ritmo de la música atronadora, ella se cimbreaba mirándome fijamente, me sentí incómodo pues no me gusta bailar en absoluto, la tomé de la mano y la llevé al centro de la sala y comencé a moverme como un esqueleto descoyuntado. Sentía una espantosa vergüenza pero no lo dejé traslucir y actuaba como si esa fuera mi forma de bailar personal e intransferible, lo que me caracterizaba como persona.

Para superar mi timidez suelo beber bastante, en circunstancias habituales, cerveza, pero en esta ocasión no probé más alcohol. Ella en cambio sí que lo hizo y en algún momento se echaba en mis brazos con ansia, más poseída del whisky que del deseo. Jamás me aprovecharía de una mujer bebida, no tanto por respeto como por escrúpulos, es el asumir la desesperación como una razón válida de acción. Eso fue lo que hice en consecuencia, en tanto ella me lo permitía exploraba partes de su cuerpo que un cirujano tendría dificultades en alcanzar. Debí ser efectivo, situación que jamás había experimentado, si no hablamos de mi mano derecha, en cuyo caso es ella la que, consecuente a sus costumbres, fué efectiva, el caso es que la mujer insinuó, aunque gritándolo para hacerse oir entre tanto estruendo, que fuéramos a su casa.

Reconozco que un látigazo de pánico me recorrió el cuerpo, y acepté. Con alguna precipitación ella tiró de mí fuera del local y yo la seguí, por un instante, un punto sumiso, pero luego empujándola yo por la cintura y llegando a alzarla del suelo para sacarla en brazos a la calle. Ella se sintió algo sorprendida y yo terriblemente cohibido razón por la que la besé, un poco precipitadamente tal vez.

Tomamos un taxi y ella dio su dirección. Durante el trayecto intentó desabrocharme la bragueta bajo la atenta mirada del conductor a través del espejo retrovisor. Jamás me habría atrevido por lo que decidí ayudarla y me la bajé yo mismo. Aquí ya no entraba en juego mi voluntad y por más que ella jugueteaba con mi pene el muy rebelde se negaba a expresarse convenientemente.

Por un momento temí que todo hubiera terminado, pero me lancé yo hacia su sexo y la distraje un rato de sus manipulaciones. El taxi llegó a su destino cuando los suspiros hacía rato que clamaban la evidencia. Le pagué al taxista mientras ella exigía que no me detuviera. La saqué del taxi a rastras y nos acercamos al zaguán de su casa. En la cristalera advertí que aún tenía el miembro colgando por fuera de la bragueta y, increíblemente absurdo, exhibía una erección mastodóntica. No suelo exhibirme como un macho cabrío, por lo que llamé su atención sobre el asunto. Quedó tan encantada que allí mismo, ante la puerta abierta del zaguán, se arrodilló frente a mi y comenzó a hablarle al micrófono, como quien dice - nunca uso este tipo de expresiones elisivas. Siempre he temido ser eyaculador precoz - mi mano derecha, a ese respecto nada me reprochó nunca - así que procuré pensar en otra cosa. Pero luego decidí que me quitaran lo bailado y me dejé ir, lo que, al parecer, a ella la tomó por sorpresa.

Se alzó del suelo escupiendo, pero antes de que dijera nada y venciendo el asco ante mis propios humores la besé con calor, la volví a alzar del suelo y le pregunté a qué piso íbamos. Entré en el ascensor con ella en brazos y cuando llegamos a la puerta de su casa se había dormido, con la cabecita en mi hombro. Comenzó a entrarme ese hilo de ternura que mi sentimentalismo tan acostumbrado me tiene, por lo que la desperté bruscamente, y le pedí la llave. Estaba claro que lo propio sería que la dejara acostada en la cama y me marchara, pero me entretuve en desnudarla y juguetear con ella un rato. Hasta aquí llegó mi método, más allá decidí que era entrar en el ámbito de lo delictivo. Así que la arropé y me marché.

Resulta evidente que, para cualquiera con un poquito más de experiencia vital que yo, esto que he contado apenas es un poco más audaz que ir a comprar el pan a otra tienda distinta de la habitual. Para mí ha sido un auténtico paseo por los anillos de Saturno. Y me ha enseñado muchas cosas, entre ellas que mi mente es un campo lleno de vallas que hay que estar saltando constantemente si uno quiere disfrutar del espacio de la vida. Creer que las vallas están ahí por imperativo natural para limitar nuestro paso es ovejarse.

Bien, ahora ya tengo este conocimiento. ¿Qué haré con él?

5 comentarios:

  1. Sorprendido me he quedado con todo esto. Es un texto magnífico, y la revelación de un método. Te has convertido en un nuevo Descartes.

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  2. Nuestras airadas discusiones algo de fruto dan

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  3. Sin palabras...suscribo lo dicho por Juanjo...

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  4. Mararía... me gustaría que por las misma razones que Juanjo (al menos en la apreciación de la posible calidad del texto)

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