miércoles, 22 de junio de 2022

Sin novedad en el frente

 Sin novedad en el frente. No sé si recuerdan esa novela. Erich María Remarque. Yo, apenas. Pero la he leído tal vez tres o cuatro veces.  Y he visto la película también tantas veces. Trata de unos muchachos, germanos, en la primera guerra mundial. De esa sensación de vivir sabiendo que en cualquier momento te puede pillar una bala, caer un bombazo y destrozarte o, peor, mutilarte. De cómo te acabas habituando a las peores situaciones. De la muerte en general y el horror en particular. 

Es una sensación de muerte, pero no racional, como la tenemos todos, sino física,  sintiéndola cada segundo en el cuerpo mismo, en cada acto, en cada palabra que pronuncias. Se alude poco a la muerte, en esa novela, sin embargo. No se habla de ella. Pero está sobre todo. La muerte y el horror. Tiene una segunda parte, Después, donde los mismos personajes, los que han quedado, regresan a casa tras la guerra. Pero esto aquí no se aplica.

Ayer se celebró el día de hablar mucho de la ELA, ya saben, esa enfermedad degenerativa de las neuronas. Las neuronas se dan de baja, en particular las que se encargan de la movilidad, del estímulo muscular, las otras siguen con su rollo. Ahí está lo terrible. Te permiten ser plenamente consciente de tu deterioro. 

Por lo visto no saben nada de nada. Que te mueres en cinco años, si tienes suerte, poco más. Un testigo hablaba en nombre de los afectados por ella. Tenía cincuenta y ocho años. Una vida normal, aburrida o entretenida, normal, trabajando mucho, qué remedio, la mujer, los hijos. Las copitas con los amigos. Esperando la jubilación. Y ¡pum!, pisas una mina. Y no una de las que te matan del zapatazo, no. Una de las otras que te deja hecho un ocho, para que padezcas durante cinco años pidiendo agua por señas. Este hombre estaba enchufado a una máquina que le permitía respirar. “dependo de la electricidad, para vivir”, decía, ahora que está de moda el asunto de las energías. 

Hace unos meses un compañero cayó fulminado mientras paseaba por la Avenida. Iba charlando, supongo, tranquilamente con su mujer, y de pronto se quedó en el sitio. Un tipo muy valioso, de esos que tienen iniciativas que de algún modo influyen en el destino de la gente, a pequeña o mediana escala, pero que dejan poco más o menos su pequeño legado. De un zapatazo desapareció de nuestras vidas. Ahí lo vi la última vez, dentro del ataúd, empaquetado para la otra vida, la de Después

Yo estoy ahí con mi tensión, mi colesterol, mi azúcar. La médica piensa que bebo mucho y camino poco. A lo mejor es verdad. Que como mucha sal y que fumo como un carretero (¡dos cigarrillos al día, una barbaridad!). Me mido poco la tensión porque cada vez que compruebo esos números me entra el pánico de guerra. 

A algunos tipos, en aquella novela, les entraba ese pánico. Unos acababan, enloquecidos, corriendo contra el enemigo, otros trataban de huir hacia el otro lado y un heroico oficial le pegaba un tiro por cobardes. Otros se quedaban acurrucados en las trincheras o en los huecos de las explosiones tratando de pasar desapercibidos. No. Mejor no pensar en ello. Cuando me toque, que no me avisen mucho, apenas para decir adiós muy buenas. Que sea rápido e indoloro. 

Como si estas cosas uno las pudiera elegir. Nunca se sabe por dónde te va a salir. A mi tío le encantaba caminar así que el azúcar le amputó una pierna. A veces el azar es muy puñetero. El problema, decían los médicos, es que le echaba azúcar al café. De eso se murió. Mi médica lo tiene muy claro, estoy gordo. Todo demás argumento es inútil.

Y mientras, a esperar, a sobrevivir. A ocultarse lo mejor posible de las balas y de las bombas y de los oficiales enloquecidos siempre con el arma en la mano dispuestos a cargarse al que quiera rajarse. Hay oficiales que han matado a más de los suyos que a enemigos, dicen; eso se decía antes –en las novelas del siglo de oro, sobre todo– de los médicos, poco más o menos: que habían matado más enfermos de los que habían curado.  

Es decir, caminar más, bajar algún quilillo, quitar el azúcar del café, fumar un cigarrillo menos, y quitar también el café. Cuando uno lleva una vida de monje cartujo son muy pocas cosas las que pueda hacer para evitar la muerte. Rezar, dormir menos siesta, salir a echar de comer a las palomas. Y que no te pille la mala con los calzoncillos sucios.


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