La muerte del charcutero
Hace un par de sábados –los sábados voy al mercado que está cerca de mi casa a comprar fruta verduras embutidos quesos– al llegar al puesto del charcutero me lo encontré cerrado. Que se había muerto. El hombre ya había tenido, unos años atrás, un aviso. Un buen aviso y un recuerdo, pues desde esa ocasión llevaba un marcapasos. Pues el martes fue a hacerse una revisión y le dijeron que todo estaba muy bien, unos golpecitos en la espalda. Vaya usted tranquilo que todavía vivirá usted muchos años, tap tap tap. No sé si fue el exceso de confianza del paciente, mi charcutero, que confiado en las palabras del médico, se dedicó a realizar esfuerzos sobrehumanos, o si fue exceso de confianza del médico en la tecnología, que daba todo ok y el ping de la máquina de hacer ping hacía un ping de lo más saludable cómo iba a pensar yo… el caso es que el jueves el charcutero la palmó. Y el sábado lo descubrí yo. Y me quedé desconcertado. ¿Dónde iba a ir a comprar yo ahora la charcutería, y el queso, y los chorizos, mi jamón serrano del caro de los sábados? Desconcertado, ya digo. Era un tipo simpático. Era una pareja simpática. El puesto lo llevaban él y su mujer. Pepe y Pino o Pino y Pepe, no sé cuál iba delante. Inevitable es hacer la referencia, cual unos Isabel y Fernando no se sabía bien quien mandaba más ni quien mandaba menos. A él había que tenerlo controlado porque si no estás encima te cortaba el jamón como si estuviera destinado a bistec. Y cuando se excedía en atenciones te cortaba unas garepas tan finas que para completar los cien gramos se pasaba cerca de diez minutos empujando el jamón en la máquina de cortar, al final te daba los cien gramos en hojillas, que para comértelos al momento está bien, pero si sobra, al guardarlo se forma una pasta fea que hay que ir desanudando casi con unas pinzas. La mujer es más profesional. Ya tiene la medida del corte y sus cortes son canónicamente perfectos, el grosor correcto para que la tira salga completa. Y sin embargo prefería que me despachase él porque ella también tiene ese defecto profesional de ofrecerte cosas que no has pedido como hacen ahora hasta las cajeras de las gasolineras que antes de cobrarte te preguntan si de verdad no estás olvidando llevarte un paquete de chicles o una revista pornográfica o un bote de pepinillos.
A la semana siguiente, en efecto, estaba desconcertado. La muerte de mi charcutero rompía mi rutina sabatil y tenía que escoger nuevo charcutero. Hay tres. Uno es una mujer que se pasa todo el rato sentada esperando, como Penélope, a los clientes-ulises, no sé si tejiendo o maquinando en el telar de sus pensamientos. Da mal rollo. Y además no tiene jamón, solo unos sobres envasados al vacío. Luego hay un tipo que tiene un puesto enorme pero no tan grande como su desgana. Despacha con una amargura y una falta de gracia que uno se siente culpable de hacerle realizar aquellos titánicos esfuerzos. Hoy probé en el tercer puesto. Lo dejé para el último simplemente porque lo había olvidado. Este puesto tiene de todo, sus jamones de varios precios, sus quesos de aquí y de allá –hoy me ha dado a probar un queso de oveja puro, del cual me he traído un cacho, porque soy de la teoría de que la primera impresión no hace juicio–. El hombre me ha caído bien, es activo, habla de sus quesos y de sus jamones y tiene preferencias, aunque eso signifique descrédito para algunos de sus productos. No le gusta, por ejemplo, el queso puro de oveja porque huele muy fuerte. Así que ya tengo charcutero nuevo y me encuentro otra vez en disposición de iniciar una rutina de sábado.
¿Y mi viejo charcutero? Se murió y todo siguió igual. La vida no se paró, apenas un pequeño fastidio para algunos clientes que tienen que volver a elegir puesto. Eso es la muerte, y ya está. Todo lo demás es la fantasía con que la decoramos para darnos importancia porque somos seres humanos, caballero, nada menos que los elegidos de Dios. Con nosotros no puede ir eso de simplemente morirse y ya está. La muerte es algo trascendental. Vaya si lo es. Por supuesto.
Sentado esta mañana en el retrete leyendo a Álvaro Cunqueiro, contaba a este respecto una anécdota que citaba de Stendhal. Decía, y voy a citarle a él, Stendhal, literalmente en la cita de Cunqueiro: ¿Habéis pasado alguna vez en los pequeños barcos bajo el puente del Santo Espíritu, navegando por el Ródano, cerca de Aviñón? Se habla de él, os ponéis nerviosos, lo veis ya muy próximo, al fin os acercáis; la corriente arrastra el barquichuelo con más fuerza; un instante solamente, y ya el puente quedó atrás. Eso es todo.
Delicioso texto, compañero. Un saludo.
ResponderEliminarAntonio Lino.
¡Magnífico! Parece una pesada reflexión sobre la muerte, pero es en realidad, un gran texto sobre el fastidio de tener que cambiar de charcutero. Ese tal Stendhal, tampoco lo hacía mal.
ResponderEliminarUn lector común