Esta clase de tipejos,
me los conozco bien, 
que se hacen los distraídos 
para no cumplir, que disimulan 
para no saludar, que si les gritas
lloran y en cambio se ríen solos, 
porque siempre andan solos 
aunque estén en compañía, 
que tienen muy pocos amigos, 
que leen obsesivamente, 
siempre historietas, niñerías 
y poemas,  que “miran, 
callan y piensan” sin arriesgar opinión, 
que no son productivos, salvo en pereza, 
que no contribuyen, 
ni al bienestar nacional, 
ni al producto interior bruto, 
ni a la economía municipal, 
que todo el rato quieren morirse, 
y todo el rato se andan enamorando, 
y escribiendo cartas de amor, 
ridículas, y poemas, ridículos, 
y otros textos inútiles 
y ridículos también que nadie quiere leer, 
que pueden pasarse horas 
mirando una pared, 
o, 
dicen, 
oyendo rodar el mundo en la madrugada, 
que no les preocupa la opinión 
que los otros tengan de ellos, 
y que tienen de ellos mismos 
una alta opinión 
que no les gusta compartir 
porque no se las rebatan, 
que nunca se ponen a prueba 
por miedo a fallar,  
aunque en sus buhardillas no fallen nunca, 
que nunca se comprometen 
por miedo a no cumplir,  
que hablan como si citaran 
textos de otros para darse importancia, 
que beben, beben y beben, 
como esos peces del río, 
como si buscaran la destrucción 
algunas veces, que se aburren 
soberanamente, dios, cuando no sufren 
o gozan, que no admiran a nadie 
y no hay nadie que no hayan querido ser, 
al menos por un ratito, 
que no olvidan 
sino con dolor 
y que no recuerdan 
sino con melancolía, 
que nunca se dejan arrebatar 
por la euforia, porque son unos tristes, 
y están orgullosos de ello, 
que dan pena, sí, dan pena, 
y las mujeres tienden a aplicarles diminutivos 
bajo los cuales ronronean como gatitos, 
como gatitos vagabundos de ciudad,
a esta clase de tipejos, me temo, es a la que pertenezco.
¡Alabada sea la palabra!
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