Con frecuencia me siento habitando una burbuja de realidad, de mi realidad. Una burbuja de hábito, de cotidianeidad, de costumbre. Las mismas personas transitando por las mismas calles. Personas que conozco y trato y personas que no conozco, que pasan, pero que forman parte de mi habitual paisaje. Calles que atravieso habitualmente y otras de las que sé aunque no las visite mucho, pero que están ahí, como siempre han sido, o transformadas con los años. El mundo siempre igual con sus cambios que no lo hacen diferente.
Hay días que advierto esto, que me hastío un poco de esta semejanza de lo de ayer con lo de hoy, de esta calle con aquella, de cada persona con cada otra. Pero asumo que esto es el mundo y que esto es Todo el mundo. Porque mi burbuja es el mundo, Todo el mundo. Hasta que algo ocurre, algo mágico.
Ese algo mágico puede ser tan tonto como que sentado en un asiento del teatro descubra que cinco asientos más allá haya una persona, una desconocida en realidad, pero que fue habitual de mi paisaje cotidiano de hace algunos años y que no había vuelto a ver. O que descubra en el facebook a un amigo de mi juventud que había desaparecido de mi vida. ¿Dónde habían estado? ¿Cómo es posible que no nos hayamos tropezado en todos estos años? Esta no es una ciudad muy grande. ¿Cómo es su vida habitual que en tantos años nunca ha colisionado con la mía en uno de esos roces casuales que tienen las partículas que se mueven azarosas por el universo?
El primer punto a considerar es, ¿cómo desaparecieron esas personas de mi vida? En el caso de la persona que no conocía, simplemente dejó de frecuentar el lugar en el solía verla. En el caso del amigo, simplemente dejó de frecuentarme a mí. Y ya no nos volvimos a ver. Ni en el paseo de Triana, ni a la entrada del teatro o del cine, ni de borrachera en un bar. Los hábitos y lugares de esas personas y los míos no tienen puntos coincidentes. Habitan, pues, otras burbujas. Esas personas se salieron de mi burbuja, o más propiamente, su burbuja dejó de colisionar con la mía. A partir de ese momento su mundo y el mío fueron dos mundos completamente distintos. Porque igual que yo, cuando ellos miran al mundo exterior desde dentro de sus burbujas, lo que ven en gran parte es el reflejo de su propio mundo en las paredes de la burbuja. Y por eso, como yo, confían en que lo que hay allá afuera es prácticamente lo mismo que lo que hay aquí adentro. Al afirmar esto de ellos les estoy describiendo como un reflejo de mí mismo, porque en buena verdad, yo no sé cómo son, cómo piensan ni como viven, son completamente ajenos a mí.
Algunas veces me entra esa angustia de querer saber qué pasa allá fuera, cómo son los demás, qué otros paisajes pueden existir. Casi nunca salgo a buscarlos, porque no sé qué caminos hay que seguir para llegar hasta ellos. Todos los caminos de mi burbuja me devuelven a mi burbuja, todas las personas que soy capaz de conocer son muy semejantes a las que ya conocía, todos los paisajes que me decido a visitar son una copia con muy ligeras variantes de los paisajes que ya he visitado. Mi burbuja es un laberinto sin salida. O un universo sin más allá.
Pero afortunadamente están los libros que calman un poco mi sed. En los libros puedes encontrar testimonios de otros mundos, de otras burbujas, descripciones de otros paisajes. Pero pasa con los libros lo que con los caminos de mi laberinto, también los decido yo: al final siempre elijo los mismos autores, que me cuentan las mismas historias, y en muy escasas ocasiones me confirman esta sospecha de que mi burbuja no sea Todo el universo.
Ah, pero pasa que alguna vez, sin saber cómo has llegado hasta allí, te encuentras fuera, y cuando pasa ocurre algo terrible. Mi burbuja crece, digiere el nuevo conocimiento, lo incorpora a su universo y al poco, transcurrido un breve, siempre tan breve, periodo de adaptación, ya forma parte de ella. El instante ha sido maravilloso, una estrella fugaz que ha penetrado en nuestra atmósfera y que ha ardido en la noche, una fiesta de movimiento y luz en medio del paisaje fijo que termina por fijarse como referencia más o menos luminosa junto a las otras.
Después, otra vez a lo mismo. A esperar a que algo pase observando el cielo, ¿qué habrá más allá? Esperar es mi sino, porque no soy un hombre de acción. Vivo en mi burbuja porque no tengo impulso ni razones para salir de ella, la curiosidad no me mueve. Pero me producen placer las novedades, las rarezas: soy un espectador, no un actor. La acción me provoca hastío; la observación, en cambio, me alimenta, me crece.
Pero también pasa que no me gusta lo que veo. Que me siento desprotegido fuera de mi burbuja de cotidianeidad. Que tengo frío y siento miedo. Que todo es demasiado extraño y por extraño, peligroso. Ojos que me observan desde la oscuridad. No acierto a dar un paso más allá, a separarme demasiado del umbral salvador que me devuelve a la seguridad de lo conocido, de lo aburridamente conocido, pero esperado, preciso, seguro en ese sentido. Es cuando necesito una mano que tire de mí, que me arrebate a mi miedo. Es el momento del valor, de la decisión de saltar fuera para siempre o quedarme aquí. El momento de las dudas, los por qués, para qués, qué sentido tiene ir más allá si aquí lo tengo todo. Ese embriagador momento que algunos no soportamos y al que otros, ¿será cierto?, tienen adicción. ¿Los envidio? Desde dentro sí, desde la plácida seguridad de mi cama y mi lamparilla con el lápiz cerca para subrayar, los envidio hasta la angustia. La mano salvadora, la mano que no tiró de mí. La mano que me empujó, compasiva, dentro de nuevo y se alejó en el silencio y la oscuridad para siempre. Tu mano.
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