domingo, 19 de enero de 2014

Coral roto, poema de Vicent Andres Estelles

Una amable, una triste, una pequeña patria
entre  dos luces, de comercios antiguos
de parejas lentísimas, de niños en la plaza,
de nobles campanadas y grandes camas de canónigo,
de una cierta amarillez de pianos usados,
mientras tanto la humedad empapa el empedrado
-hay hojas de lechuga esparcidas por tierra-,
la cuenca entre las piernas, el rosario en familia,
la cuerda de la escalera –la calle de la Mar,
la calle del Milagro- y la hija mayor
bordando iniciales conyugales en el cojín,
el abuelo de cuerpo presente entre cuatro velones,
las carcomas de la mesa. Una lenta tristeza,
un amor, unas lágrimas, una pobre nostalgia.
He vuelto. Hacía tiempo que no volvía.
Las baldosas blancas, un olor de pino.
Entre dos luces recorrer unas calles.
Sé que te he de encontrar hoy, mañana –no sé.
Tampoco lo quiero saber. No querría saberlo.
Sentiría entonces una tristeza horrible.
Te he despojado de todo lo que me gustaba.
De todo aquello sólo te queda la alegría.
Yo solo busqué en tu alegría de vivir.
Solo aquella joya. ¡Solo eso, solo eso, solo eso!
Ahora que estoy a punto de estar más triste que nunca.
Ahora que me resisto débilmente a estar triste.
Ahora que sólo tengo ganas de estar alegre,
ahora que este deseo es lo único que me sostiene
mientras voy, vengo y vuelvo y callo y no digo nada.
Recorro unas calles, entre dos luces,
y siento la vecindad oculta de la alegría
y al girar una esquina creo que me voy a morir.
Señales, solamente, de ti. Las parejas lentísimas,
esperanzas todavía. Yo sé que te he de ver.
Me resisto a creer que todo lo he perdido ya,
que he perdido mi derecho, quiero decir, a la alegría,
que he perdido mi derecho, quiero decir, a ti, a tu
compañía, a tu alegría de vivir.
Lo he perdido todo, pero no te he perdido todavía.
Todavía vives, oh tú. Todavía vives y te sé.
Por la mañana fui al mercado. Sólo había olor de pescado,
una humedad, por tierra, sucia y pegajosa.
Era alegre quererse. Afirmativamente
íbamos por las calles, entre seres y cosas.
La vida era una calle con camiones y nubes
y chicos y sábanas tendidas en los balcones,
y por encima de todo un revuelo de hierros
y silbidos de trenes que iban y venían.
Estaba el hombre aquel que vendía diarios,
y la chica, de blanco, acosada por todos.
Estaba el Monasterio de Santa Clara en el aire
del crepúsculo tranquilo, como la luz de las casas.
Y un cansancio dulcísimo y una secreta pena.
Hay poetas que cuando se disponen a escribir
ponen sobre la mesa el cenicero, las tijeras,
el tintero, el secante y muchas cosas más.
Calculan las distancias desde la cabeza al papel.
Discretamente corrigen después la posición.
Por último escriben, escriben cosas pulcras,
tal vez renacentistas, perfectamente inútiles,
sin las cuales los hombres trabajan, aman, mueren.
Hay poetas que, cuando escriben, en un lugar
dejan corazón y reloj –molesta su tic-tac
de carcoma que roe la pobre madera humana-;
se aseguran antes que duermen sus hijos
y duerme su mujer, y entonces extraen
los versos como si fuesen fotos de una “vedette”
–cada verso tiene una imbécil vanidad de “vedette”-
y consideran, graves, cada uno de sus méritos.
Ahora pasa un tranvía por la calle de la Paz.
Me gusta, por la noche, escuchar los tranvías
(los tranvías, de noche, deben pasar llenos
de grandes peces y mujeres ahogadas e hinchadas).
Un día escribiré un libro, un libro con tu nombre:
ha de llegar un día que diré tu nombre secreto,
un nombre como una piedra de río, suavizada,
un nombre como una flor impensada en un margen,
un nombre festivo de viñas y crepúsculos en la mar,
un nombre como un riu-rau con las vocales abiertas
y la brisa de la mar por la caligrafía.
Dans l’ombre, dans les yeux, dans l’incendie du boix.
Recuerdo a Dominique. Y recuerdo el musgo
que crecía entre las losas del patio de Sant Roc.
Son unas losas azules, casi azules más bien.
Por un lado se ve el mar entre los pinos.
El tic-tac del reloj, los papeles del diario,
las inundaciones del delta del Po,
unas ganas amargas de volver tenazmente
a mi Coral roto, y este dolor de cabeza
que no me puedo quitar nunca. Lo llevo no sé cuántos días,
lo llevo no sé cuántos meses sin escribir ni un verso.
Me han pasado muchas cosas. Tal vez todo siga así.
Pero ahora es necesario que escriba ciertas cosas,
ciertas cosas que no ha de leer nunca nadie,
que nadie ha de entender hasta que yo esté muerto
y sea tarde y sea perfectamente inútil:
yo sé, y me lo callo, quién se desgarró la carne
con las uñas, llorando  todo un espeso verano.
Tal vez nunca he sentido una necesidad
tan salvaje de escribir. Pero me duele la cabeza.
No sé cuántas veces he desistido de escribir
por eso, por este dolor de cabeza que no me deja.
Ahora duerme mi hijo. Pienso que ahora mi hijo
duerme, allá en mi pueblo, junto a su madre.
A veces querría ser como otros poetas
y haber escrito unos versos honestamente rimados
donde hablase de la alegría que casi siempre tienen
los ojos azules de mi hijo, oh y su cabello rubio,
sus mejillas finas como un verso nunca escrito,
como el verso que no he escrito pero que quiero escribir
–como de una monarquía europea del Norte.
Me gustaría decir: ahora ha pasado un coche,
hizo un pequeño ruido sobre el asfalto húmedo
como si hubiera desprendido un pétalo de asfalto.
No es eso exactamente. Dans l’ombre, dans les yeux.
Una rodilla. Ahora veo, ahora pienso en una rodilla.
La rodilla de una chica como una primavera,
como una rodilla de muchacha. Posiblemente antes pensaba
en una rodilla bastante concreta.
Pero la rodilla que decía es la rodilla que pienso,
vagamente insensata…¿Por qué habré dicho antes
surge la primavera con una rodilla de muchacha,
si es ahora cuando lo veo, si es ahora cuando lo pienso,
si es ahora cuando lo sé y no cuando escribía?
Una vez escribí a máquina. Escribía muy despacio:
tal vez escribía buscando las letras una a una.
Yo también escribo muy lento, haciendo la letra pequeña,
masticando las palabras, como una hebra, de una en una,
en un pequeño cuaderno. Mi anhelo sería
estar toda la vida escribiendo, con la letra
pequeña, un canto larguísimo y penosamente lento,
lento y gris, en voz baja, en la casa en silencio,
trabajar en silencio complicados capiteles
–ahora recuerdo unos: los fui a ver a León-,
dulces curvas de amor, una callada ofrenda
diaria, una ofrenda callada a quien más quiero
y nunca ha de saberlo. Eres, tal vez, quien más quiero.
Lo he escrito y me he detenido. Quiero, en ti, la alegría
doméstica de vivir, el principio de un orden
que yo sé y no quiero decir; y ya no lo es tampoco.
Ah, todo es ya imposible, imposible del todo.
Lo sé y no puedo llorar, ni casi arrepentirme.
Miro sencillamente, miro y callo. Y recuerdo.
Quiero en ti lo que signifiques, clara,
con una vida esbelta, como una fuente de pie
donde el aire se puede lavar como me lavo yo el alma.
¡Tenme lástima, tenme una pobre, una triste,
una amorosa lástima! He llegado a lo más alto
de la vida; querría que tu recuerdo fuese
la paz, ahora ya sí. ¡Dios mío, que su recuerdo
ahora me de la paz, me signifique paz
y me deje tiernamente en este lugar donde estoy!
¡Ángeles que me quieren tanto que he llegado a sentirlos
agarrándome de pronto la muñeca cuando iba
a escribir cosas que no debía escribir!
¡No me dejéis! ¡No me dejéis! ¡Tú, Dios mío, y Tú,
Tú que me quieres fuerte y vencedor y claro,
no quiero que me mires ahora, que estoy, tal vez, caído:
me he de levantar, lo sé, y he de ser como querías
que fuese, como quieres, todavía! , día a día, que siga.
He de ser como Tú me quieres. He de ser como Tú quieres.
Me he detenido un momento. Me sudaba la mano.
La mano se pegaba, escribiendo, al papel.
No escribe ahora el vecino. Ahora se oye el sonido
del agua en el fregadero. No lo he dicho: estoy solo;
estoy solo en mi casa. Miro un momento los muebles;
he pasado una mano suavemente por la mesa;
he recordado que tengo, dentro de un cajón, en un sobre,
un puñado de papeles, las facturas de los muebles.
Las sillas, la mesa, la cama, el aparador,
una mesa pequeña para la cocina… Íbamos
poco a poco comprándolo, vacilando, calculando,
renunciando… ¿Recuerdas? Comenzaremos entonces
a ir renunciando, ahora esto, mañana aquello…
Debía de estar triste mientras lo voy recordando,
pero no lo estoy. Puntualmente, recuerdo,
lo considero, lo pienso. Fue, solamente, el principio.
¡Hemos renunciado, después, tantas veces,
a tantas, tantas cosas que eran nuestras, bien nuestras!
Era una lechería de Sant Vicent de fuera.
La lechera jugaba al parchís con el hijo;
nosotros nos besábamos brevemente en un rincón.
Dibujabas niños en un trozo de papel.
Yo quería un amor como el de Beatriz,
bajando al infierno para ver a Dante,
y pensaba columnas florentinas, delgadísimas,
terriblemente esbeltas, como las de Fra Angélico.
Me resistía a ver lo feo de las paredes,
el solar y las latas y los amantes y los gatos muertos.
A veces las cosas no pasan porque sí.
Hay cláusulas ocultas que van determinando,
que van haciendo y deshaciendo lo nuestro, y en cambio
no cuentan con nosotros, no nos exponen el asunto:
nos ignoran del todo. Es terrible, si se piensa.
No sé qué he querido decir. Me he tenido que ir
a la cocina a beber, y me he olvidado de todo.
Pero tal vez sea válido lo que he escrito como lo he escrito.
No, no: “se ha equivocado. Es el mil ochocientos cincuenta. Eso. De nada.”
A ti, que te ríes, te digo, y te pido que te rías,
que no dejes de reírte, si no quieres que yo me muera.
Recuerdo cómo te reías, y porque te reías te quería
y te recuerdo y no dejo ya de pensar en ti.
 ¡A ti que te ríes, a ti que querría tener
para siempre a mi lado, riéndote, porque ríes,
y ríes con toda el alma y ríes con el cuerpo,
y ríes, amor!, con toda tu juventud
y con la salud dorada de la naranja abierta
con los dedos, con las uñas, bárbaramente alegre!
¡Podría decir cómo eres desde la cabeza hasta los pies,
pero no quiero saber nada más que eso: que ríes,
y evocarte riéndote, y quererte riéndote,
y desearte que te rías solamente, solamente, solamente!
¡Tú no sabe, tú no sabes… Los largos pasadizos,
estrechos y sinuosos, las vueltas que se dan
a veces sobre la cama… Tú no sabes, tú no sabes!
Mira el cielo violeta, la muralla, las torres,
los almendros, las lomas rosadas, en carne viva
–el homenaje rendido, mentalmente y fugaz,
a Muñoz Degrain, sin convicción,
por cierto cuadro que hay, según se entra a la izquierda…-,
pero, antes, el gran fuego, la soledad y el fuego,
viendo por la ventana, y entre la arboleda, el río,
la ilustre extensión de los edificios, el orden,
y más allá las viñas, algún pueblo, algún humo
suave y amorosísimo, y ahora esto, y este frío,
un frío inverosímil, y en medio de todo, no sé,
una ternura oculta, una cierta tristeza,
como si ya no pudiera volver otra vez,
como si esta vez fuese la última ya,
como si ya debiera decir adiós y fuese tarde,
como si tuviese vergüenza, también, de decir adiós,
o de parecer retórico. Y el adiós, como un hueso,
un hueso pequeño, creciera brutalmente en la garganta.
Ya sabes que ha llegado la hora de ir diciendo adiós,
de ir ya recortando, perfilando, concretando
la esperanza. Un asunto bien triste y necesario.
Hay que despedirse, con afecto, con tristeza,
de aquello, de aquellas cosas que se han querido más,
ilusión que ya no se puede realizar,
porque es tarde, es ya tarde, absolutamente tarde…
Ir, ya, reduciendo, limitando los afanes,
la ilusión en una única cosa…
Adiós, adiós, adiós. No es que mueran las cosas;
tampoco es que se desvanezcan. Es un, es un. Es un…
La tarde pequeña, y triste, y entrañable,
de estas calles antiguas que me agrada recorrer,
donde yo querría vivir y escribir versos grises,
absolutamente grises, mientras se quema la lavanda
entre las cuatro brasas; una mesa pequeñita,
sobre ella una manta, paredes empapeladas,
un mantel un poco suelto, y creer dulcemente
que Campoamor fue un poeta formidable,
que El Ama es un poema como se escriben pocos,
y leer en voz alta ciertas rimas de Bécquer
y yacer, y no dormir, pensando solamente, pensando
que he de escribir un poema en octavas reales
y no como los poetas del día, que no suelen
rimar porque es difícil. Yo quería, yo quiero
creer que es necesario escribir todos los versos
bien aconsonantados y obedeciendo ciertas reglas
y en un valenciano bien nuestro, ben nostrat,
como dicen, con un índice esgrimido de pronto,
hombres que tienen título de Maestros en el Gai Saber,
y decir que no, que eso de que el valenciano
es catalán no es cierto, que eso es traicionar a la Patria,
la tierra donde el hombre nació y que no, hombre, que no,
y no clavar-me en bucs, y bien, e ir pasando,
hacer un año el libreto de versos de una falla
y conseguir como sea que el Rat Penat me dé
al menos un plato de gloria, y pasarme la vida
consiguiendo Violetas y Galantinas y accésits.
Un mundo pequeño y tierno, positivamente tierno,
el gato entre los pies, la carcoma en la silla,
después el crucigrama y mañana, si Dios quiere.
Como el caso de la viuda que acabo de conocer.
Es joven; tiene una hija. Y no parece viuda.
Parece que tuvo una hija de un hombre,
que no se casó. Todavía está muy bien.
“No es nada del otro mundo”, comentan en el mostrador
donde ella suele servir cafés, cafés con leche.
“Yo la he visto en el Coli”. “¿Qué quiere decir con eso?”.
“¿Yo? Yo no quiero decir nada. Lo que he dicho; yo ya lo he dicho”.
”Si no te callas te cruzo la cara…”.”¿Usted?”.”Yo”
Isabelle ennuyeux, quand les pins, quand le soir.
Una chica de verde y una chica de rojo
y una chica de blanco y, vibrantes, las trompetas,
las trompetas lascivas que no perdonan nada
y suenan –y brillan- durante toda la noche,
y el sudor por los rostros, como de madera, de los negros;
el bullicio de un tranvía que gira por el ángulo,
la pareja que cuza el solar hacia la tapia;
entre el humo, los silbidos de los trenes, los faroles rojos;
el agua cayendo, caliente, de las locomotoras;
las plantas de geranio llenas de humo;
las hijas de la viuda que bajan a la calle
y la madre las mira detrás del cristal
del comedor a oscuras; las trompetas del baile,
las trompetas lascivas, e invictas, y crueles,
y la acometida brutal que tiene el agua del váter,
el fulgor de las ruedas detenidas de los trenes,
el fulgor del acero. El niño salta la tapia;
detrás de los cristales, rostros de gente que duerme,
miran sin interés, esperan en todo caso:
un sudor, unos aceites, unas gotas espesas…
¡Oh, adorada! Ahora me salvo. Ahora te pienso, oh, terrible.
La alegría es la palabra que se me resiste a escribir.
Ha llegado el momento de decir –no de cantar-
la alegría, tal vez. He aquí mi oficio.
Una ocupación tengo, desde ahora, por ti.
Insistir, brutalmente, desde ahora, en la alegría.
De ti me viene, de ti me viene, o me viene del fondo de los tiempos.
Y tampoco es así. No se puede formular,
porque no es una alegría. Es –yo lo sé- la alegría.
La alegría en minúscula, viva, cotidiana,
cosa de cada día y de ir y volver:
de la vida, al final, de haber nacido, de ser,
de estos pies, de estos ojos, de las manos, de los dientes,
de todo esto que tengo y, teniéndolo, lo tengo todo
o lo puedo, en un momento, tener todo, o pensarlo.
Ahora es cuando veo Italia. No la veía antes.
Las trompetas lascivas, el sudor en donde
las manos insisten. El cielo como una sábana.
Con la letra bien pequeña, en un pequeño cuaderno,
un canto de amor como nunca lo haya escrito nadie.
Tocaría a la puerta de tu casa; la puerta
se abriría un poco; tú estarías, en pie,
con una mano en la puerta, la otra a lo largo de tu cuerpo.
Entraría en tu casa. Después me sé, contento,
diciendo cosas alegres y enormemente estúpidas,
y tú en una silla, más allá, en un rincón,
con una mano en la puerta y la otra a lo largo de tu cuerpo.
Con la letra bien pequeña, en un pequeño cuaderno,
dramas que no se saben, tragedias latentes,
todo aquello que no pasa, pero que es, no obstante.


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