Hay veces, no muchas veces, que uno se
tropieza con un autor con el que se siente tan a gusto que piensa,
“si yo fuera escritor, me gustaría escribir así”. La mayoría
de las veces, con la mayoría de escritores, uno se siento de
diferente manera: este me gusta, este no me gusta, a este lo detesto,
este estilo se asemeja a lo que yo me siento capaz de hacer, este
otro, hasta es malo con respecto al mío, el de más allá es
simplemente perfecto. Pero no siente uno aquello, aquella
familiaridad, aquel reconocerse a sí mismo en lo que está leyendo, en
la historia que se cuenta, en la manera de contarla, en el vocabulario y las expresiones utilizadas, hasta en la ligera melancolía que se destila. Si yo fuera
escritor, me gustaría ser José Eduardo Agualusa, pero no me importa
no serlo, porque ya lo es Jose Eduardo Agualusa. De otros escritores
siento envidia, quisiera llegar a perpetrar historias con la
facilidad y la paciencia y el trabajo con que un García Márquez o
un Cortázar, un Pynchon o un John Irving, un Joyce o un Roberto Arlt
perpetraron las suyas. Y me siento frustrado por no sentirme capaz de
ello. Pero con Agualusa no me siento así. Con Agualusa siento que
todo está bien, que él haya escrito estas historias y que yo sea el
que las lea, y que muy bien podía haber sido al revés, pero que eso
no importa demasiado. Me siento cómodo con Agualusa; en casa.
Gracias tío.
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