martes, 15 de enero de 2013

Vida

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Las palabras tienen un cuerpo, que es su significado. Creo que algo de esto decía el fascinante personaje de la película de Sion Sono Guilty of Romance. Cuando despojas a una palabra de su significado la echas al aire y queda flotando sin referencias, como un globo, a merced del aire. Se va elevando y desplazándose hasta perderse. Su significado acaba desvirtuándose, perdiéndose en la nada. Los que abusamos de las palabras sabemos que muchas veces las palabras no nos sirven para comunicar. Que se van por caminos muy distintos a nuestros propósitos, pero no callamos. Y por decir, nos acabamos viendo en otra parte, sin saber cómo ni por qué. Sí que lo sabemos, porque lo dijimos y, de pronto, aparecemos allí. Y ya no sabemos volver. Por eso nos encontramos, a veces, perdidos. Hay, entonces, que callar. El que comprende, calla. El que no comprende sigue adentrándose en la espesura y enredándose hasta la inmovilidad. Hay que volver a la orilla, empezar de nuevo a aprender un nuevo vocabulario fijando bien en la tierra cada significado. Que cada palabra dicha caiga al suelo como una piedra marcando el camino.

Ahora lo leo y medito sobre lo que he escrito. ¿Qué he querido decir? No lo sé. ¿Qué he dicho? No lo sé. Vagos aromas de lo que creo y pienso brotan de ese texto recién nacido. Apenas huelo mis intenciones, la preocupación que me movió a escribir. Está demasiado fresco para sacar ninguna conclusión ahora. Creo que ya debo dar por terminada aquí la obra. Me limpio, me subo los pantalones y continúo con esto que llamo vida(*). Algún nombre tendría que asignarle, pero por más saliva que le unto no se le queda pegado. Y sin embargo es lo que es.

(*)rae

4. f. Espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un animal o un vegetal hasta su muerte.

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