Las palabras tienen un cuerpo, que es
su significado. Creo que algo de esto decía el fascinante personaje
de la película de Sion Sono Guilty of Romance. Cuando despojas a una
palabra de su significado la echas al aire y queda flotando sin
referencias, como un globo, a merced del aire. Se va elevando y
desplazándose hasta perderse. Su significado acaba desvirtuándose,
perdiéndose en la nada. Los que abusamos de las palabras sabemos que
muchas veces las palabras no nos sirven para comunicar. Que se van
por caminos muy distintos a nuestros propósitos, pero no callamos. Y
por decir, nos acabamos viendo en otra parte, sin saber cómo ni por
qué. Sí que lo sabemos, porque lo dijimos y, de pronto, aparecemos
allí. Y ya no sabemos volver. Por eso nos encontramos, a veces,
perdidos. Hay, entonces, que callar. El que comprende, calla. El que
no comprende sigue adentrándose en la espesura y enredándose hasta
la inmovilidad. Hay que volver a la orilla, empezar de nuevo a
aprender un nuevo vocabulario fijando bien en la tierra cada
significado. Que cada palabra dicha caiga al suelo como una piedra
marcando el camino.
Ahora lo leo y medito sobre lo que he
escrito. ¿Qué he querido decir? No lo sé. ¿Qué he dicho? No lo
sé. Vagos aromas de lo que creo y pienso brotan de ese texto recién
nacido. Apenas huelo mis intenciones, la preocupación que me movió
a escribir. Está demasiado fresco para sacar ninguna conclusión
ahora. Creo que ya debo dar por terminada aquí la obra. Me limpio,
me subo los pantalones y continúo con esto que llamo vida(*). Algún
nombre tendría que asignarle, pero por más saliva que le unto no se
le queda pegado. Y sin embargo es lo que es.
(*)rae
4. f. Espacio de tiempo que
transcurre desde el nacimiento de un animal o un vegetal hasta su
muerte.
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