Había oído hablar de esa película
rara de David Lynch -una película rara de David Lynch es una
película de David Lynch que no es rara, es decir, una película con
el argumento expuesto ante ti como una línea recta, bien marcada,
sin sueños, sin flashbacks, sin personajes circense; una película
de gente corriente que hace cosas solo un poco desviadas de lo
corriente- y me parecía una estupidez. Pero ayer acabé de ver
Papillón, que nunca había visto, y cuando terminé vi el nombre de
David Lynch y pinché. Me puse a ver la película.
Un viejito, setenta y pocos años,
bastante jodido de las caderas, que se resiste lo más posible a las
recomendaciones del médico, que vive con su hija que contruye nidos
para pájaros, se entera de que su hermano ha tenido un infarto y
decide ir a verlo. Al parecer lleva diez años sin hablarse con él y
quiere resolver el asunto antes de que sea demasiado tarde. La única
manera que se le ocurre es conduciendo un pequeño tractor que usa
para podar el césped. Tiene dos salidas, como don Quijote, en la
primera, la máquina le falla a los pocos kilómetros y tiene que
regresar. Se compra una de segunda mano y con esta emprende su
segunda salida. Por el camino se tropieza con una chica que lleva
cinco meses fugada de casa -la parábola de la ramita que se quiebra
fácilmente y el haz que es más difícil de quebrar-, con unos
jóvenes ciclistas -lo peor de ser viejo es recordar cuando se era
joven-, con una familia que le acoge en su jardín mientras reparan
la máquina, con un compañero de generación con el que recuerda los
duros momentos vividos en la guerra, y, al final, con su hermano. “¿Y
has recorrido trescientos kilómetros en ese cacharro para venir a
verme?”, “Sip”.
Por el camino tenemos los paisajes,
maizales y, supongo, trigales. Máquinas segando. Larguísimas
carreteras. Apacibles caseríos esparcidos. Esa América
completamente alejada de las ruidosas ciudades y que cuando salen en
las películas es porque son el escenario de sangrientas tramas
perpetradas por asesinos en serie, sectas siniestras o mafiosos en
fuga.
Para mí, la película trata de la
vejez. Del simple hecho de envejecer y de la disconformidad que
tienen con eso algunas personas, sin llegar al extremo trágico de
impedirlo por medios más expeditivos. Este viejito ve la muerte
hacerle señas y siente que aún le queda algo por hacer y que tiene
que hacerlo por sí mismo, y ahí va, sin dejarse amedrentar por las
burlas de sus compañeros de cartas del bar.
Viendo esta película me he sentido por
primera vez en el umbral de la vejez.
Dice Maqroll el Gaviero que lo peor de
hacerse viejo es que uno tiene en su interior a un muchacho
intemporal, por el cual no transcurre el tiempo, que va encontrando
cada vez más dificultades en identificarse con ese cuerpo que lo
porta. Si no se acuerda uno de ese contraste que va aumentando con el
tiempo, se mantiene, hasta el borde de la ancianidad,
comportándose ridículamente, pero de forma inadvertida, hasta que,
de pronto, un día, se encuentra tirado en el suelo de la cocina sin
poder levantarse porque se ha fracturado una cadera. Entonces todo el
tiempo de desfase se le desploma a ese jovencito interior de una
sentada y es cuando todo se corrige.
postdata: no me gustan los años que terminan en tres.
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