jueves, 9 de febrero de 2012

El sabio Cheng y el emperador Hua

Cheng Kuai Le, fue un sabio chino que vivió en el Lejano Imperio, durante la dinastía Ming, cuando en Europa corría el siglo quince.
El emperador niño Hua Yu había recogido al anciano Cheng de la calle, donde aquel sabio vivía de las monedas que los campesinos depositaban en su sombrero por oírle contar historias y escribirlas en hojas de papel de arroz, que colgaban a la puerta de sus hogares para que les trajera buena fortuna.
Cheng Kuai se divertía escribiendo obscenidades que los pueblerinos eran incapaces de descifrar, y ello despertó la curiosidad del emperador niño en uno de sus paseos, que acostumbraba a realizar de incógnito, disfrazado de caminante y seguido a cierta distancia por tres de sus guardianes.
Un día al cruzar una aldea se asombró leyendo frases como “la caca me sea propicia”, “ojalá hoy el agujero del culo no se me cierre” o “mi pene apunta al cielo cada madrugada”. Preguntó qué significaban aquellas sentencias sin revelar su contenido y los campesinos, muy felices, le indicaron su propósito y lo que suponían que transcribían: “el cielo me sea propicio hoy”, “que el mal no atraviese esta puerta”, etc.
Hua Yu buscó a Cheng Kuai Le y, manteniendo su disfraz, le entregó unas monedas para que el buen anciano le escribiera: “doce dioses protegen cada esquina de esta casa y a sus moradores” exactamente en doce caracteres. El anciano escribió exactamente doce caracteres, pero su sentencia, pudo leer Hua Yu, decía: “una prodigiosa facultad me sobreviene muchas veces, puedo olerme mi propio culo”. El joven quiso saber, inocentemente, cual señalaría el anciano como el carácter referido al hogar, y Cheng, sin dudar, con un dedo encogido por la artrosis, pero seguro, apuntó a la palabra “culo”. Desveló entonces el joven su identidad, mientras soltaba una prodigiosa carcajada que heló la sangre en las venas al viejo sabio. El muchacho lo tranquilizó y le informó de que se trasladaría a su palacio para que le divirtiese y le enseñase, pues un emperador necesitaba de un buen maestro.
El anciano se atrevió a rechazar tan alto honor aludiendo a su senectud, y, como consecuencia de ella, su incapacidad para adaptarse a otra vida que no fuera esta, tan humilde, que llevaba.
El emperador niño insistió y le sugirió que no tenía que vivir en el palacio, que podría hacerlo en el jardín, en el que le construiría una cabaña junto al arroyo, donde podría disfrutar de paz y soledad para meditar, dormir o pescar según fuera su gusto. A cambio sólo le pedía que lo recibiera una vez al día para cruzar unas palabras y aprender de su amplia experiencia. También podría enseñarle su técnica de escritura, que rozaba la perfección según podía apreciar.
El anciano terminó por aceptar, y se trasladó al palacio del emperador. Unos días más tarde ya estaba instalado en su cabaña del jardín, el cual ocupaba varias hectáreas, y que había sido diseñado personalmente por el propio emperador, quien había planeado la ubicación de cada montículo, cada bosquecillo y cada puente.
Durante años el emperador niño acudió a la cabaña de Cheng y charló con él de muchos temas. Cuando regresaba a sus aposentos anotaba cuidadosamente la conversación y reflexionaba sobre las enseñanzas que cada palabra de Cheng contenía. Cuando Cheng murió, unos años después, el emperador al que ya no podía calificarse de niño, aunque, a su pesar, seguía siéndolo en la mente de sus súbditos, compiló un grueso volumen con aquellas conversaciones e hizo publicar muchas copias, que repartió por las aldeas de su reino en un meritorio afán de que el pueblo se enriqueciera con aquellas enseñanzas.
Mandó emisarios entregando una copia por cada casa; copias que los campesinos recogían con mucha reverencia, pero, incapaces de aprovecharse de ella, dejaban abandonada en cualquier rincón. Muchas acabaron como combustible o como envoltorios, en incluso colgando de los dinteles de ventanas y puertas, de la misma manera que lo hacían con las burlonas frases que, en otro tiempo, el anciano les escribía por unas monedas.
Esto desató las iras del emperador que, al advertir dónde habían ido a parar las enseñanzas de Cheng, fue poseído de tal furia, que mandó asolar toda una aldea y no dejar con vida anciano, mujer, niño ni animal.

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